Rectificar

Un obispo argentino anda pidiendo perdón a las Madres de Mayo porque en el 81, cuando le solicitaban audiencia, ni siquiera salía a saludarlas. Este príncipe de la Iglesia se horroriza ahora al evocar los días del Mundial de fútbol del 78 y recordarse a sí mismo celebrando como un energúmeno los goles de la selección argentina en medio de un charco de sangre. La Iglesia es muy dada a estos escándalos retrospectivos, pero no siempre se debe a que carezca de olfato para detectar el horror en el momento de producirse, sino a la obligación de someter sus escrúpulos morales a un ejercicio de prudencia. Controla su asco, en fin, para no meter la pata. De ahí que el 23-F no tuviéramos noticia de la Conferencia Episcopal hasta que Tejero estuvo en la cárcel. O de que el Vaticano haya tardado cuatro siglos en disculparse con Galileo. Sin duda, es muy saludable que la gente sea capaz de reconocer sus errores y tenga el valor de rectificarlos públicamente. Pero incluso en esta actividad expiatoria, y aunque sólo fuera por una cuestión de estética, deberían establecerse algunos límites. Un señor como el obispo dé Resistencia debería permanecer callado o suicidarse, alternativamente. En situaciones tan escandalosas no basta con el dolor de corazón: es preciso colgarse de una viga. Cualquier otro gesto, por sincero que sea, Podría parecer una burla.
Lo cual conduce a preguntarse hasta dónde puede retractarse uno de lo dicho sin perder la dignidad y sin hacérsela perder a los espectadores. Lo de Aznar jurando en euskera que el catalán constituye para él una práctica onanista habitual, o lo de Trillo transformado de súbito en un manso fraile franciscano, carece de gracia porque rebasa esos límites de la retractación en los que uno no puede caer sin hacer el ridículo y, lo que es peor, sin insultar a los contribuyentes.
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