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Enésima rapetición de una vieja patraña

Los que indagan cómo funcionan por dentro los mecanismos selectivos de las películas que compiten en la fiesta -con ingredientes divertidos, por evidentes, de farsa- de los oscars, encuentran siempre pistas de la. famosa práctica de votar sin ver que quienes se mueven en las bambalinas de Hollywood y no dependen de un pesebre gremial atribuyen cada año por estas fechas a muchos académicos que con sorna apodan los ciegos.

Esta trampa no es privativa de los gremios californianos. Es un simulacro golfo que practican todos los gremios de esta especie -que son conjunciones de intereses prácticos a ras de cuenta corriente y no tertulias angelicales en un limbo estético- de todas partes, como hace unos meses vimos en la concesión de los Goya españoles, donde una obra inesquivable, Tierra y libertad, fue apartada y arrojada al basurero de las exclusiones, mientras en el resto del mundo la cubrían de premios. Es en los filmes que de antemano echan de la competición, donde hay que buscar la patraña que encubre este escaparate publicitario disfrazado de lucha artística.

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Hay veces que las películas, que realmente contienen el mejor cine y las que les conviene apoyar a los gremios coinciden, son las mismas, y entonces el show primaveral deja de ser así de tramposo. Es lo que ocurrió tantas veces cuando en Hollywood se hacía el gran cine americano. Que en los años treinta, cuarenta y cincuenta Hollywood se guisara y comiera su propio ombligo respondía casi siempre a una verdad. Pero desde hace mucho tiempo, las majors, es decir: los nidos que alimentan la avidez del negocio audiovisual mundial, están lejos de ser la fuente de buen cine que fueron y se han embarcado en una frenética huida hacia adelante que ha convertido su producción en alimento a granel de un adocenado circo audiovisual para el que las alquimias del lenguaje cinematográfico y los avances del arte de hacer películas son asuntos irrelevantes, pues la prioridad es ahora sostener al precio que sea -incluida la propia credibilidad- no el buen cine sino la gran inversión, que es la base de la estrategia de dominio e incluso de copo del mercado en que está metida hasta el cuello la cúpula de Hollywood y su primera y más evidente coartada, la Academia.

El gato al agua

De las cinco películas seleccionadas para optar a ser considerada la mejor, sólo dos, Apolo XIII y Braveheart, respondían a esta prioridad y que una de ellas se llevase el gato al agua parecía, y estaba, decidido de antemano. El hecho de que Apolo XIII es cine opulento, pero estilísticamente primario, elemental y endeble, hacía que la elección de Braveheart -que sin ser nada del otro mundo es una película más defendible- fuese más que probable: obvia, pues que este trepidante y divertido, pero nada más, western medieval desbanque a oponentes como El cartero (pequeña película italiana), Babe (habil y simpática truquería australiana) y Sentido y sensibilidad (solvente cine británico pagado con dinero americano) es una opción que no chirría demasiado, que tiene incluso pinta de justa o creíble. Pero lo injusto e increíble está en que la baraja la formasen estas cinco películas y se excluyese de la opción a obras del fuste de Leaving Las Vegas, Poderosa Afrodita, Casino, Los puentes de Madison y Pena de muerte, todas ellas no sólo mejores, sino escandalosamente superiores a Braveheart.

Una manera de desmontar la trampa que supone la exclusión de estos filmes -el verdadero gran cine americano son ellos- está en que el premio a la mejor película suele arrastrar el de la mejor dirección. Y si en este capítulo hubieran competido con el de Gibson en Braveheart los trabajos de Martin Scorsese en Casino, Woody Allen en Poderosa Afrodita y Clint Eastwood en' Los puentes de Madison, el disparate Gibson-mejor-director se hubiera desvelado como lo que es: un chiste que sería idiota si no fuese cínico y que tendría gracia si no encubriese la injusticia de que el gran cine americano de hoy (el off-Hollywood) fue echado a patadas de la patraña.

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