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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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El Otro

Juan Cruz

Una vez le preguntaron: "¿Usted es Borges?" Y él respondió, ciego con los ojos claros: "A veces". Un millón de anécdotas describen su retrato. Él fue mucho más escueto: quiso pasar a la historia por un párrafo o, más aún, por una línea, incluso por una palabra. Y no era tantos Borges como la gente creía, era otro Borges, alguien oculto debajo de las sandalias de su ironía: "Yo soy el otro".Cuando le elogiaban no le conmovían, exactamente, sino que le jodían, literalmente, porque él era monologuista, y el halago ajeno le interrumpía el discurso. Hablaba como si tuviera ante sí una pizarra también ciega que le escuchara todos los recuerdos.

En su país le amaban y le odiaban; un día le preguntaron sobre algún rescate de cadáveres arqueológicos, y él respondió, sin inmutarse demasiado, cuando aún Perón vivía en Madrid bajo el paraguas de hierro de Franco: "¿Y por qué no rescatan y traen a Argentina el cadáver de Perón?"

La gente lo ha ido idealizando, como es natural, porque su figura ha sido agigantada por su propia literatura, y así le hemos imaginado rodeado de libros en una casa asimismo atestada de volúmenes viejos que le fueron dejando ciego y feliz a lo largo de los años que él no sabía contar. Y no era así: leía en la biblioteca, no había libros en su casa; no había nada que no fuera estrictamente imprescindible porque lo que era cierto -y también puede ser leyenda- es que Borges era un ser desprendido e inmaterial, ajeno a la manía de coleccionar para detener la edad o para fijarla.

Una sola vez expresó un deseo de tener un libro grande, y fue cuando le dieron el Cervantes, con Gerardo Diego. En realidad lo que iba a hacer con aquel dinero de entonces era comprarse la Enciclopedia Espasa. Nunca se sabía si esos exabruptos los decía de broma o de veras, pero en él ambos, formularios ante la realidad parecían uno solo. De modo que Espasa Calpe en Madrid, a través de su. mano pública, Silvia Martín, le llamó en porteño a Buenos Aires, confirmó el deseo y luego le envió todos esos volúmenes que debieron competir con la propia sabiduría del paseante de Maipú.

Ahora han salido dos libros sobre este personaje extraordinario, uno de Marcos Ricardo Bamatán, publicado por Temas de Hoy, y otro de María Esther Vázquez, publicado por Tusquets; uno nace de la admiración y del conocimiento literario, pues Bamatán es uno de los personajes más cultos y cuidadosos que ha tenido en las dos últimas décadas la cultura española, y en ese sentido su libro tiene hondura y fidelidad; y el otro viene de la vivencia personal, y por tanto de la capacidad que tiene el recuerdo para subyugar al lector y hacerle creer que, él -el lector- también estuvo allí viviendo con Borges.

Como es natural, ambos libros están llenos de anécdotas vivísimas de la vida cotidiana de uno de los más fecundos creadores de anécdotas de la literatura del siglo. ¿Hay alguna anécdota que no se sepa de Borges? Es tan fecundo, decimos, en ese sentido, que es también susceptible de protagonizar sucedidos que él nunca vivió; por descontado que no hay que poner en duda el rigor de las que vienen en estos libros; pero si estuvieran inventadas también serían de Borges. O por lo menos de ese otro, Borges que hemos ido construyendo como una entrañable figura de leyenda.

El otro día le preguntamos en Madrid a Mario Vargas Llosa, que le conoció bien, si había alguna anécdota de Borges que no se hubiera contado aún. Sí, al menos hay una que yo viví, nos dijo. Borges le visitaba en su casa de Lima, ya ciego y hablador, monologuista genial sobre cualquier tema. Y tuvo ganas de ir al baño. Mario le tenía que acompañar, naturalmente, y no sólo esto, le dijo ya en el pasillo: "Tiene que ser usted mi navegante". Efectivamente, ante la taza era Mario quien le tenía que situar en la posición adecuada, de modo que al orinar el gran escritor no errara el tiro. En la situación perfecta, pues, Borges comenzó a evacuar, mientras el silencio de espaldas de Mario Vargas Llosa era compensado, durante el tiempo que duró la operación, por esta altísima reflexión del autor de El Aleph: "Mario, ¿a usted le parece que los católicos creen? Yo pienso que los católicos son muy frívolos; presumen que creen y no creen nada en absoluto. Son unos grandes simuladores los católicos. ¿No piensa usted lo mismo, Vargas Llosa?"

Un día de 1982, en Madrid, este cronista le acompañó también al baño, pero entonces su preocupación no eran los católicos mentirosos, sino su maleta, que seguía sin hacer en la habitación del Palace. Le gustaba ese hotel -decía-porque en una esquina de su espléndido lucernario podía ver la luz mejor que en ningún otra lugar del mundo. Esos días tomaba vichysoise, que es un alimento tortuoso para un ciego, y nosotros le dábamos las cucharadas mientras él recitaba versos vikingos. Quien mejor ha relatado, de viva voz, las anécdotas de Borges es Guillermo Cabrera Infante. Como es novelista, no se sabe muy bien en esas anécdotas -que ahora se acrecientan con las que aparecen en estos dos libros de Barnatán y de Vázquez- cuál es el límite de la ficción. Pero es a Cabrera al que se le debe la teoría de que Borges no estaba ciego. Para comprobarlo le dejó cruzar solo un semáforo en Londres. Llegó al otro lado con la pericia de un vidente, asegura Guillermo.

Lo que no dice el escritor cubano es que ése que cruzó la calle no era Borges. Era El Otro.

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