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El autor de 'Hamlet'

Vicente Molina Foix

Al relatar Borges, en una de sus más célebres ficciones, la historia del voluntarioso novelista francés Pierre Menard, que quería escribir de nuevo el Quijote, señala aquellos pasos que Menard no quería dar: escribir un Quijote contemporáneo y, menos aún, hacer uno de "esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebière o a Don Quijote en Wall Street". Menard no era un ingenuo: "Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete en letra, según él era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible". Muchos lectores recordarán las maquinaciones que Borges pone en la cabeza de su formidable personaje; en la primera, Menard se convertía en Cervantes, aprendiendo bien el español, profesando la fe católica y llegando a guerrear contra moros y turcos de su edad contemporánea, el primer tercio del siglo XX. Descartada esa solución por ardua, tampoco seguir siendo él mismo para llegar a la novela cervantina le acaba pareciendo conveniente a Menard, dado que su ambición no era escribir otro Quijote sino el Quijote, en unas páginas que coincidieran, "palabra por palabra y línea por línea", con las de Cervantes.Lo que el relato de Borges insinúa, a su manera lacónica y exagerada, es una de las llaves del secreto del arte: el deseo de emulación -con sus partes de idolatría y rencor- de los genios precedentes, causante en muchos casos de esa angustia de las influencias que para Harold Bloom era el estímulo de los grandes románticos y de algunos modernos. Don Quijote, Edipo, Bovary (y quizá hoy, en otra tesitura más irónica, algunos personajes fugaces del propio Borges): espejos desiderativos en los que ir a fijar obsesivamente nuestras ganas de pasar a su probada posteridad, ser como ellos sin dejar de pensar en nosotros mismos.

Con Hamlet se ha hecho de todo, y politizada, psicoanalizada, homosexualizada, la pieza de Shakespeare ha resistido los acosos del tiempo. En un famoso montaje, Ingmar Bergman hacía llegar al príncipe Fortinbras como un militar ocupante que ametrallaba a Horacio y los escasos supervivientes de la tragedia, para anunciar la era de un nuevo imperialismo. Eminentes actrices se travistieron y arreciaron la voz con tal de decir los versos más hermosos que se puedan oír en un escenario, y en Buenos Aires vi hace pocos años un Hamlet abreviado a 50 minutos. Este pasado fin de semana, muchos creían en Sevilla que asistirían a una nueva desecración de la obra de Shakespeare de la mano de ese genio impertinente que es Bob Wilson, pero no encontraron ni modernismos parasitarios ni actualizaciones al uso del hombre contemporáneo; Robert Wilson era, en virtud de su orgullosa fidelidad creadora, de su recuerdo completo del original, el autor de la obra de Shakespeare.

Con su sabida malicia, Borges hacía burlas de Cervantes, concediéndole al imitador ciertas mejoras en su Quijote; Menard podía prescindir del color local cervantino, sin necesidad de "gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe Segundo". En el montaje creado e interpretado por Wilson no hay fantasma en las almenas ni cañonazos daneses, pero todo el peso que Hamlet viene depositando desde el pasado en nuestra cabeza de sucesores agradecidos está latente en ese recuento suyo total. ¿Tarea sin embargo imposible, como la del esforzado Menard? Naturalmente, pero no otro ha sido el afán del artista desde el tiempo amargo de la modernidad: vestir a los muertos con el ropaje que a nosotros nos viene grande, dejándolos así semienterrados sólo en el campo de la verdad. Reescrito sin añadiduras el texto de Shakespeare por él, en una secuencia que retrata la totalidad de la obra y rescata en sus propios términos a los demás personajes del drama, Wilson nos enseña la iluminación que obras del calibre de Hamlet aportan a los hombres posteriores. Y al hacerlo él mismo como intérprete incorpora al depósito de todos los hamlet que somos y soñamos ser la carga de su propia memoria vital; nunca este artista, uno de los creadores fundamentales del teatro del siglo XX, ha sido más atrevido y más filial, más niño y más amante, más príncipe y más aprendiz.

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