Una España secreta
Me parecía que estaba en otra ciudad, en otro país, no fuera de España, sino en otra España inprobable, en una ciudad civilizada y con lluvia donde gentes cultas, tranquilas, con gabardinas y paraguas, con una cierta elegancia severa de capital norteña, acudían numerosamente a media tarde a conferencias y lecturas de libros. Incluso yo mismo me sentía más civilizado de lo habitual , forrado de ropas invernales, puntual, llegando en taxi a una calle de discreta opulencia del barrio de Salamanca en la que se veían, en lo oscuro de la noche, detrás de la lluvia, escaparates todavía iluminados de anticuarios. A mi amigo Manuel Rodríguez Rivero le gusta irse de vez en cuando a Londres nada más que para disfrutar de la grisura del clima y de la abundancia y la penumbra de las librerías, y para imaginarse que se está paseando por la ciudad tan densamente poblada y nombrada por la literatura. Más sedentario, yo prefiero buscar los quiebros londinenses de Madrid, sus paréntesis de parques y calles arboladas, de esquinas distinguidas y antiguas en las que un balcón, una comisa blanca, un muro de ladrillo rojo, la copa de una acacia, constituyen un instante de perfección para la mirada. En un Madrid londinense de gabardinas y anticuarios, de librerías y de lluvia, fui a la presentación de un libro de Juan Marichal que ha publicado Taurus y que se titula bellamente El secreto de España, y nada más entrar en la sala en que se presentaba se me confirmó la sensación de no encontrarme del todo en el mismo país de donde venía, en la ciudad crispada por el tráfico de las ocho de la tarde donde todos los taxistas escuchan a un volumen excesivo programas de deportes o conciliábulos venenosos y fritangas verbales de charlistas que no tienen más mérito en el mundo que el descaro de su propia charlatanería.Ni Juan Marichal ni su libro parecen del todo de este tiempo, ni de este país. Por eso me alegró tanto encontrarme en una sala tan llena de gente, de un público invernal, atento y entusiasta, en el que no faltaban protagonistas ni testigos del tiempo en el que Juan Marichal se educó y al que regresa una y otra vez en sus escritos: los años que él mismo llama de la "universalización de España" la prodigiosa edad de plata que coincide casi exactamente con las fechas de la biografía de uno de sus protagonistas más relevantes, Federico García Lorca, que nació el año del desastre del 98 y fue asesinado justo en los primeros días del otro desastre mucho más sanguinario y destructivo de 1936.
Al contar la historia tan infortunada de las ideas progresistas españolas Juan Marichal está contando también su propia autobiografía. Su libro tiene una doble vehemencia de erudición y de memoria, de vindicación política y nostalgia personal. La primera vez que yo lo vi, en Granada, hace 10 años, del brazo de Solita Salinas, me conmovió pensar que estaba viendo a alguien llegado de otro tiempo, para mí añorado e inventado, para él hecho de recuerdos y experiencias veraces, de fervores sostenidos desde la juventud a pesar de la derrota y el exilio. Su mujer y él tenían caras y nombres españoles, pero no eran exactamente iguales a nosotros, los que les acompañábamos por la ciudad o conversábamos con ellos en algún restaurante. En su acento había a veces una inflexión extranjera, igual que en sus modales, y uno no estaba seguro de que ese punto de extrañeza perteneciera a los muchos años de vida en los Estados Unidos o al pasado español de antes de la guerra.
Igual que hace, 10 años, Juan Marichal tenía la otra noche un aire de otro lugar y de otro tiempo, muy educado y a la vez como absorto, nervioso por las cámaras y la gente que lo rodeaba, agradecido, mareado de palabras y rostros: El secreto de España en el que indaga su libro es el de una tradición de inteligencia y libertad que se remonta a los ilustrados del siglo XVIII y a los diputados heroicos de las Cortes de Cádiz que dieron a los idiomas del mundo la hermosa palabra, liberal. Frente a las despectivas caricaturas europeas que representaban a España como un país de frailes analfabetos e inquisidores y de abyectas muchedumbres fanatizadas por la Iglesia, Marichal recobra y vindica los nombres de quienes mantuvieron la herencia perseguida, inexpugnable y secreta de la libertad, la genealogía desconocida, olvidada y despreciada de nuestras tradiciones democráticas, de nuestras tentativas admirables y fracasadas por establecer la ilustración contra el analfabetismo, los saberes científicos contra la ignorancia, la libertad civil contra las hostilidades de una reacción siempre armada de teas, de cirios, de excomuniones y pistolas.
Para la parte más inepta y más iletrada de la izquiérda, igual que para los nacionalistas, lo español es por definición reaccionario, y usar la palabra España viene a resultar una blasfemia, como si fuera una invención del general Franco. A mí me gusta más aún el libro de Marichal porque desbarata esta falacia al devolvemos una historia española capaz de enorgullecer y vigorizar a la imaginación progresista: lo que une a Jovellanos con Giner de los Ríos, con Unamuno, Ramón y Cajal, con Ortega, con Manuel Azaña y Juan Negrín, lo que don Antonio Machado heredó de su padre republicano y de sus abuelos doceañistas, es una larga vocación por fundar un país donde la justicia, la libertad y el progreso sean posibles, donde la pluralidad pueda ser solidaria y la política limpia, y donde la dignidad personal pueda ejercerse con la misma solvencia en el trabajo bien hecho y en la vida pública. A Juan Marichal no sólo hay que agradecerle que nos devuelva nuestro mejor . pasado, y que al hacerlo nos alumbre el presente, pues toda historia es historia contemporánea, según dice él, citando a Croce. También nos devuelve algunas palabras tergiversadas o perdidas, la palabra liberal, la palabra España, la palabra patria. Liberal no es Margaret Thatcher, España no es la cruda derecha que se nos avecina, patriotas no son los vándalos y los encapuchados del norte. Gracias a Juan Marichal uno aprende o recuerda que el mejor liberalismo fue el de la Institución Libre de Enseñanza, que España fue el nombre de la libertad para los héroes de las Brigadas Intemacionales, que mucho antes de que existieran los patriotas de Franco o los de Xabier Arzalluz los primeros que llevaron ese nombre fueron los patriotas de las Cortes de Cádiz. Ellos son mi país.
Babelia
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