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Parias en la Tierra Prometida

La discriminación de las donaciones de sangre de la comunidad etíope provoca la primera ruptura en la multicultural sociedad israelí

Taklai Dareji no se hace muchas ilusiones. "Nada va a cambiar", dice con tristeza ofreciendo té para combatir el frío que se ha instalado dentro de su pequeña casa prefabricada en un barrio etíope, justo en las afueras de Jerusalén. Es un yermo más conocido como "la colina donde se cayo el avión", probablemente en homenaje a las víctimas del primer accidente aéreo en Tierra Santa. Nadie parece recordar si en la colina hubo alguna vez alguna que otra historia feliz. Dareji no es la persona más adecuada para preguntárselo.

"No puedo creer lo que nos han hecho los israelíes. Somos judíos y vinimos aquí para ser judíos. Sólo queremos vivir, trabajar y prosperar en Israel", explica. "Los israelíes no nos toman en cuenta. Sí, nos preguntan cuáles son nuestras necesidades, pero nunca pasa nada. Palabras, palabras y más palabras. Aquí hay racismo, hay discriminación".

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Dareji tiene 46 años y emigró a Israel hace más de diez años en una de las espectaculares operaciones israelíes para rescatar a la tribú perdida de judíos en Etiopía. Era mecánico de aviación y arreglaba los destartalados Mig-21 de la Fuerza Aérea de Addis Abeba. Hoy repara coches y le cuesta ahorrar lo suficiente para, de vez en cuando, ir a visitar a su hijo en su internado de Haifa. Su mujer y su segundo hijo siguen en Etiopía. En el triste mundo de Dareji el único solaz parece ser el estropeado cartel turístico que adorna su casa, el remolque metálico número 132-1 del barrio de Givat Hamatos. "Etiopía", se lee en grandes letras sobre un colorido paisaje africano, " 13 meses de radiante sol al año".

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Ofertas similarmente utópicas llovieron sobre los aproximadamente 50.000 etíopes que llegaron a Israel desde comienzos de la década de los ochenta en las operaciones Moisés y Salomón, los puentes aéreos que permitieron a los judíos de Etiopía huir del hambre y la guerra civil para asentarse en la Tierra Prometida. Fueron recibidos con los brazos abiertos y su inserción en la multicultural sociedad israelí fue una aventura que se desarrollaba bajo el entusiasmo general y los fogonazos cotidianos del periodismo gráfico. Los etíopes (falasha es un término despectivo) dieron fe de su judaísmo en ceremonias religiosas, aprendieron el hebreo, mandaron a sus niños al colegio, sus jóvenes al Ejército y hallaron trabajo. Dóciles por naturaleza, optaron por esperar pacientemente la materialización de promesas de mejores viviendas, mejor educación, más empleos, mejor tratamiento y, sobre todo, igualdad social en un país cuya Constitución consagra la justicia y el bienestar para todos.

Seguramente sus agravios estarían todavía apolillándose en los archivos de la burocracia israelí de no haber estallado el escándalo de la sangre; la revelación del diario Maariv de que la sangre donada por los inmigrantes etíopes a lo largo de los últimos años estaba siendo sistemática y subrepticiamente destruida por las autoridades sanitarias por temor al contagio del sida.

La reacción fue inmediata e Israel se despertó alarmado hace exactamente una semana ante uno de los más punzantes dilemas de cualquier judío de bien: ¿hay realmente racismo en Israel?

A millares de inmigrantes etíopes., que transformaron una indignada manifestación de protesta en un virtual asedio del despacho del primer ministro Simón Peres el domingo pasado, no les cabe duda de que ése es precisamente el caso.

Que se sepa, ningún inmigrante etíope ha sido víctima de gamberros racistas. A nadie se la ha quemado la casa. Nadie ha denunciado pintadas hostiles en su casa. En ese sentido, los etíopes en Israel tienen mejor fortuna que, digamos, los gitanos en Austria, los turcos en Alemánia o incluso algunos de los marroquíes en España. Pero sí se sienten ciudadanos de segunda clase.

En algunas ocasiones, sus hijos son discriminados en las escuelas y no reciben, por ejemplo, igual número de útiles escolares y libros que los hijos de inmigrantes blancos. Cierto, existen proyectos estatales para dotarles de vivienda adecuada, pero éstos son costosos y lentos.

"No, quiero seguir viviendo en este remolque", dice Irgardo Damozi, señalando los dos cuartuchos llenos de camastros y cajas de cartón que forman su hogar en Givat Hamatos. Es madre de siete hijos y casada con un albañil en el paro. "Pero tampoco quiero volver a Etiopía. Quiero, vivir bien y que se nos trate como el Estado trata a todos los ciudadanos- israelíes", agrega acariciando a su más reciente retoño, Mazal, una niña de 10 meses cuyo nombre significa "suerte". "Quizá las cosas cambien mañana", dice con una sonrisa serena.

Eso es precisamente lo que el Gobierno está tratando de conseguir, a la mayor brevedad posible, para mitigar el desasosiego y el resentimiento que, según varios sociólogos, hay que neutralizar a fin de prevenir una explosión en el futuro. "Se los ha estado tratando como a un grupo de seres primitivos, como a un montón de leprosos y eso es algo que ni los etíopes pueden aguantar", afirma la antropóloga israelí Esther Herzog.

La secreta destrucción de las donaciones de sangre ha sido la más dolorosa afrenta a su sentido de identidad étnica y religiosa y las explicaciones de las autoridades sanitarias un estigma "muy difícil de eliminar, la percepción de que todos nosotros tenemos el sida", dice Beny Mikonen, un joven reservista del ejército que hoy forma parte del comité creado por el Gobierno de Peres y que está encabezado por el ex presidente Isaac Navon.

"Cuando tomamos el autobús, la gente no quiere sentarse a nuestro lado. Dentro de poco tendremos autobuses para blancos y autobuses para negros. Tendremos barrios segregados, escuelas segregadas", añade Mikonen.

La estrategia del Gobierno para evitar que cunda el temor a semejante catástrofe, por demás impensable en el Estado de Israel, consiste es demostrar que el escándalo de la sangre ha sido un fenómeno aislado y ciertamente erradicable. Las autoridades han ordenado la suspensión de la destrucción de donaciones de etíopes, ha creado organismos especializados para lidiar con la crisis y se ha comprometido a enmendar cualquier error o injusticia. De hecho, parece dispuesto a acceder a las peticiones para el despido del director del banco nacional de sangre, Amnón Ben David.

Y el Ministerio de Salud Pública se propone llevar a los tribunales al prestigioso cirujano cardiaco israelí Danny Gur por asombrosas declaraciones hechas al diario Maariv y al programa televisivo Popolítica. En entrevistas que han sido condenadas airada y unánimemente por los israelíes, el doctor Gur había dicho: "Me hallaría en un serio problema si un paciente etíope acude a mí en pos de cirugía. El Ministerio de Salud tendría que asegurarme al ciento por ciento que el paciente no tiene sida, y eso no es tan sencillo. Haría todo lo posible por evitar la operación. No tengo tendencias suicidas. No soy un kamikaze japonés".

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