El amigo
Ángel González tiene siempre fresca una memoria terrible: cuando era niño, en Oviedo, vio cómo la guerra acababa con el hombre que le enseñó a tocar la guitarra. Allí contempló, tendido en el suelo, en medio de la sangre, el cuerpo sin vida de quien le había mostrado el primer camino de la poesía y de la felicidad. El mundo le dio muchas vueltas a Ángel González Muñiz, tantas que desde hace años él mismo dice que se le ha adelgazado el tiempo. Por el camino, por un camino que él hizo de melancolía, se le fueron yendo también, por culpa de la guerra civil de la edad, la enfermedad y el tiempo, la mayoría de sus contemporáneos: Biedma, Hortelano, Barral, Benet, y hasta acaba de abandonarle quien fue su mejor amiga, su prima Carmina Labra. De todos ha sido compañero íntimo, esencial; y nunca se le oyó hablar de nadie de otra forma que de la manera que hablan los amigos de los seres próximos. Su ingreso en la Academia, para el que ha competido con otra amiga de todo el mundo, Ana María Matute, supone un ingreso multitudinario, porque con él entran en el caserón de las palabras todos los que fueron sus amigos, los que desgraciadamente no están y los que, vivos aún, siguen teniendo en la mirada de Ángel aquellos ojos que vieron morir, hace tantos años, al maestro que le había conducido a la felicidad.
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