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Tribuna
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Los hombres se aman

Los estudios científicos con ratas confirman estos días lo que los filósofos utópicos afirmaban con el corazón: los seres humanos no son tan inhumanos como parecen. Se agreden entre sí, se explotan o se asesinan, pero, en el fondo, todo esto no procede de una fatalidad natural, sino más bien de un desacierto en la organización social.En términos darwinianos, los hombres y mujeres que han sobrevivido no son precisamente los más egoístas, sino, por el contrario, los más inclinados a la cooperación, los más dispuestos para el trabajo en equipo y los más afectos a la ayuda mutua. Sin colaboración no habría sido posible que la especie humana se superara a sí misma y, de hecho, quienes componen el censo de los vivos han de considerarse, por deducción, la gente más tolerante y altruista de todas las gentes. Con esto el mundo no debería ir sino hacia una concordia y entendimiento mejor.

Al fin, tras años y años deprimentes, un mensaje romántico y alentador. Y no ya venido de un ideólogo rumano sino a cargo de todo un laboratorio del MIT. Los predicadores están descalificados, pero los investigadores han ganado mucho crédito gracias a los experimentos con conejos y la suprema razón del gen.

El gen es hoy a la biología lo que el bit a la tecnología. Es capaz de explicarlo casi todo con la menor oposición. En este caso, los genes pregonan que el amor, la piedad, la generosidad, los remordimientos, la confianza en los demás o la amistosidad forman parte de nuestra herencia humana. La comunidad podría ser un paraíso con estos exepedientes a pleno rendimiento y si las cosas no son tan halagëñas dista de ser culpa suya. En algunas obras recientes como las del psiquiatra Randolph Nesse (La nueva ciencia de la medicina darwinista) escrita en colaboración con el biólogo George William, se enumeran varios de los factores de tipo "orden social" que tuercen la favorable disposición individual. Esto ya lo decía Marx, sus coetáneos y sus nietos, pero todos ellos han sido barridos como ideólogos y, los últimos, echados por bandoleros.

Lo nuevo de este planteamiento es que son los científicos americanos quienes aseguran que el individuo no se opone a lo social. Si algo falla es la manera de organizar las relaciones. ¿Una revolución científico-política? No sólo los científicos, el pueblo norteamericano ha verificado que en sus doscientos años las cosas interhumanas no han ido a mejor. No se trata sólo del nivel de divorcios, la cifra de crímenes y sucidios, las enfermedades psíquicas que han hecho de la terapia una sustantiva industria nacional. Se trata además de que ya sólo un 34% de los habitantes declara confiar en los otros cuando en 1960 este porcentaje era del 58%. El vecino recela del vecino, las relaciones se instrumentalizan por razones profesionales o mercantiles, el trato decrece en las pocas barriadas que van quedando.

Una base nutricia de la vida americana, fue siempre su llamada sociedad civil sobre la que Francis Fukuyama (El fin de la historia) ha escrito su último libro, Trust. Pero la trama de esa sociedad formada de clubes, congregaciones, agrupaciones se encuentra en retroceso. Este año varios intelectuales y políticos, tanto demócratas como conservadores, han llamado la atención sobre el declive de grupos comunitarios al estilo del Boy Scouts o los Rotary Club que constituyeron la red de apoyo mutuo a la americana. Factores como la difusión de las ciudades hacia el extraradio (los suburbs o edges cities), la pérdida de lugares públicos, la mayor presión social para competir, el desguace familiar, el ensimismamiento individual ante las pantallas domésticas, la promoción del valor del éxito, se mencionan como elementos que contribuyen a la disgregación. De no ser así, siendo la sociedad de naturaleza más integradora, los genes de la benevolencia, la compasión y la ayuda mutua imperarían y, según esta investigación de Massachusetts, podría renacer, aún por vía de la bioqímica, el cuerpo natural de la utopía.

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