Meditación del poder
El primer año de la cátedra Julio Cortázar en la Universidad de Guadalajara culminó hace unos días con el seminario y la conferencia impartidos por el ex presidente de Argentina Raúl Alfonsín. La cátedra la establecimos el año pasado Gabriel García Márquez y yo, en asociación con la Universidad de Granada y su entonces rector, Raúl Padilla López, quien al dejar la rectoría ha seguido encargado de la cátedra, creada para honrar no sólo a un magnífico amigo de García Márquez y mío, sino a uno de los más grandes escritores latinoamericanos de este siglo.Nos propusimos, junto con los comités técnico y de honor de la cátedra, darle a ésta un equilibrio entre los dos intereses vitales de Cortázar, la literatura y la política. Inaugurada, en febrero por César Gaviria, secretario general de la OEA, se han sucedido en la tribuna y el seminario críticos y humanistas como Jacques Lafaye y Steven Boldy; historiadores como Hugh Thomas y Lorenzo Meyer; estadistas como Pierre Schori, y en los últimos dos meses, y muy apropiadamente, un escritor y un hombre de Estado argentinos, Tomás Eloy Martínez y Raúl Alfonsín.
En la ciudad de México, un grupo de amigos nos reunimos a cenar con el presidente Alfonsín y quedamos impresionados por su vigor intelectual, sus análisis críticos, sus lecturas al día, su figura toda de estadista con proyecto, con ideas, con visión de su patria y del mundo. Me tocó ver todo esto en acción en Buenos Aires, en abril de 1986, cuando Alfonsín sometió la rebelión de los caras pintadas. En medio de la gente, expuesto, desde el balcón de la Casa Rosada, ante las multitudes, Alfónsin afirmó ese día para Argentina, corno lo hicieran en 1981 el rey Juan Carlos y Adolfo Suárez para España cuando el coronel Tejero asaltó la tribuna de las Cortes, la viabilidad del tránsito a la democracia. Heredero de una de las dictaduras a la vez más estúpidas y más oprobiosas que han conocido la América Latina y su país, Alfonsín contestó a la ilegalidad con la legalidad, y a la arbitrariedad, no con más arbitrariedad, sino con el derecho. Los errores, incluso los contratiempos de la presidencia alfonsinista, se debieron, acaso, a este apego escrupuloso a dos cosas: el régimen de derecho y la negociación política sin la cual aquél se torna abstracto y ésta, sin aquél, oportunista.
Ahora, desde la oposición, Raúl Alfonsín se presenta como el creador y el producto de un régimen parlamentario en el que las ideas se fraguan, las armas se afinan y los proyectos de nación no se imponen de manera autoritaria, desde arriba, sino que surgen desde abajo, desde las urnas, el debate partidista, la opinión . pública y el ágora parlamentaria.
Es difícil, desde luego, meter la mano en el fuego por cualquier régimen democrático en la América Latina. Pero después de nuestros descalabros dictatoriales, de nuestras funestas imitaciones extralógicas, conversar con alguien como Alfonsín es recobrar la fe, no en las democracias instantáneas que soñaron nuestros libertadores en el siglo XIX, sino en la paciente democracia que podemos construir para el siglo XXI. Una democracia dedicada a recrear la comunidad, no a implantar las doctrinas derivativas, el estatismo de ayer, la mercadolatría de hoy.
La visita de Raúl Alfonsín a México ocurrió en medio del drama del poder que nos asola, a mitad de camino entre la tragedia griega y la telenovela transnacional. Hablando con un hombre tan inteligente, sereno y vigoroso como Alfónsin, pensaba yo en la tontería, el tumulto y la anemia que amenaza a la vida pública mexicana. Hemos perdido la capacidad de aliar las ideas, la Cultura y la política, que en algunos hombres del pasado inmediato pudo observarse -ejemplifico con Antonio Carrillo Flores, Hugo Margáin, Jorge Castañeda padre, Alfonso García Robles, Héctor Pérez Martínez, Carlos Lazo, Manuel Gómez Morín, Vicente Lombardo Toledano, para no hablar de gente de mi propia generación-. Pero también hemos perdido esa reunión de vigor personal, pragmatismo constructivo y riesgo político que caracterizó a muchos hombres de la revolución mexicana. Más y más, nos reducimos a tecnócratas descoloridos, acólitos del fundamentalismo monetarista, chicos del pizarrón para los que el mundo que no cabe en sus gráficas nada más no existe. "A México no lo salvaremos con ideas, lo salvaremos con números", dicen estos hombres pequeños perdidos en un país muy grande. Por desgracia, ni salvarán al país ni se salvarán a sí mismos. No son "la generación del cambio", destinada a permanecer veinticinco años en el poder, sino apenas un episodio fugaz.
El poder, el poder que sólo produce monstruos en la frase de St. Just, también produce vacíos si no se ejercita a tiempo y con el genio del bien. Entonces, el vacío lo ocupa el genio del mal. El poder absoluto corrompe absolutamente, dice la frase de Acton convertida ya en lugar común del comentario político mexicano. El cínico contesta: el poder sólo desgasta a quien no lo ejercita. El filósofo crítico, en este caso Rabelais, dice por su parte: "El apetito se hace comiendo". Menos alegremente, el pesimista Hobbes nos recuerda que el afán de poder sólo termina con la muerte -pero es sólo el miedo a la muerte lo que somete el poder a la ley-.
Mientras tanto, advierte el filósofo inglés, quien ejerce el poder absoluto no se siente satisfecho si el poder no se convierte en gloria personal, basada, da lo mismo, en la experiencia propia, en la opinión ajena o en la imaginación del poderoso. Lo contrario del poder es la humillación, el rebajamiento. El humanista Hobbes pide entonces piedad para el poderoso despojado de poder. Veámonos a nosotros mismos, dice, en la tragedia del poder humillado, sintamos dolor por la pena o el desastre del otro: podría pasarme a mí. Los empíricos contemporáneos de Hobbes refutaron esta teoría, que convertía a la piedad ante el poder vencido en una forma del interés propio, comparable a los beneficios del capital.
Raúl Alfonsín nos recuerda que el interés propio del poder es inseparable del interés de la comunidad. Tanto la gloria como la humillación dañan al poderoso, pero también a la comunidad devastada. Construir una nueva comunidad en la que el poder esté estrictamente acotado por la fiscalización, los obstáculos y contrapesos, la división de poderes, el federalismo, el congreso y la judicatura independientes, la libertad crítica, el pluralismo partidista, la memoria histórica, la cultura incluyente, es quizás el desafío para una democracia mexicana, igualmente alejada, en el siglo que viene, de la tecnocracia gris y del autoritarismo dorado, de la teoría abstracta, de la ilusión de gloria seguida por el abatimiento de la humillación. Quizás ha llegado el tiempo de una política modesta, a escala humana, correspondiente con la nación y su cultura. Acaso ha terminado la atroz tradición imperial mexicana, la del monarca azteca, el virrey español y el señor presidente republicano cuyos relojes marcan sólo la hora que a él le gusta.
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