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Un huevo para la ciencia

"Tras esfuerzos y penalidades indescriptibles, teníamos ante los ojos una maravilla de la naturaleza, y éramos los primeros hombres en verla, teníamos a nuestro alcance un material que podría ser de enorme importancia para la ciencia".

The worst journey in the world

En 1911, cuando ApsIey Cherry-Garrard y sus compañeros emprendieron su viaje en pleno invierno antártico, no se cuestionaron la relevancia de su empresa. Nadie les preguntó por qué lo hacían, ni si aquello curaría su enfermedad o les reportaría dinero. Cherry-Garrard, un miembro de la condenada expedición de Robert F. Scott al Polo Sur, iba a descubrir el sitio donde el pingüino emperador cría en invierno; quería ser el primero en ver incubar a los pingüinos y en encontrar "un huevo para la ciencia".

La generación de Scott consideraba la ciencia como uno de los propósitos humanos mis creativos y valiosos, y veía en el mundo natural un misterio que merecía la pena comprender por sí mismo, no por la remuneración, ni por el dominio, ni por la explotación. Quizá ese punto de vista era romántico, pero poseía una nobleza de propósito que los cínicos, de nuestros días son incapaces de comprender.

El premio Nobel de Medicina de este año ha reconocido los primeros pasos reales para descifrar el código que diseña la vida. Como escribí en mi libro The making of a fly, "en los jeroglíficos cifrados de la secuencia de ADN no sólo se ocultan las instrucciones para hacer un organismo, sino también la historia inmemorial de la evolución".

Los tres laureados han separado los genes encargados del diseño de los meros manufactureros, han empezado a mostrar cómo esos genes diseñadores construyen una mosca a partir de inicios muy simples. Los mismos genes diseñadores funcionan en los mamíferos, en los humanos, y empieza a estar claro que todos los animales comparten los mismos principios, clave.

Estos principios son bellos y gratos para el intelecto. Es emocionante ver cómo el insecto es elaborado, paso a paso desde un simple huevo, una emoción que comparte cualquier, madre cuando ve a su hijo por primera vez, o un jardinero que mira crecer una- flor especial.

En Suecia apenas se investiga en la mosca. Pese a ello, han apreciado el valor de ese trabajo. Espero que no se me juzgue descortés si les pregunto a los responsables de la investigación en España, un país con una excepcional tradición en este campo, si ellos también pueden apreciarlo. En Cambridge, donde vivo, hay brillantes investigadores españoles, exiliados porque no tienen oportunidades de volver. No puedo entenderlo, y les pregunto repetidamente por qué no vuelven a investigar y a enseñar en España. No hay trabajo, me dicen, los centros de investigación están llenos, y las universidades suelen estar "cerradas", esto es, abiertas sólo para los que no viajan. ¿Es esto cierto?

Y volviendo al otro asunto, ¿tienen esos trabajos un valor práctico? En mi, opinión -y un científico no puede erigirse en adivino- una comprensión profunda del desarrollo será muy útil en el futuro. Quien tiene un hijo cuyo desarrollo se ha torcido siente la necesidad de comprender y alberga la esperanza de una cura. Los remedios sólo pueden venir del conocimiento, dé la curiosidad sobre la naturaleza. Cuando las generaciones futuras se beneficien de la nueva comprensión derivada de las investigaciones de los tres laureados, podrán estar agradecidas: a ellos y a sus colegas, que abordaron el problema, y a los gobiernos y organizaciones que lo hicieron posible.

Peter A. Lawrence es investigador del Laboratory of Molecular Biology del Medical Research Council en Cambridge (Reino Unido).

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