Guerras de secesión
Aunque quizá en sí Mismo no haya sido un acontecimiento tan relevante como el descubrimiento de la penicilina, pongamos por caso, es indudable la importancia sociológica del juicio de O. J. Simpson pues ha funcionado como un notable catalizador de un síntoma clave de la sociedad en que vivimos o en la que dentro de poco viviremos. Me refiero al síntoma secesionista, al inesperado triunfo en multitud de lugares del ideal del, apartheid oficialmente abolido en Suráfrica. Más adelante intentaré señalar a qué dolencia corresponde este síntoma, cuya descripción amplío ahora un poco más.Antes de saberse el veredicto del jurado, se adelantaron (los justificaciones, conjeturales de éste: si el acusado era declarado culpable es que habría prevalecido la mayoría de mujeres en el tribunal, mientras que si resultaba absuelto el fallo se debería a que en ese órgano decisorio había más negros que blancos. Las cábalas
esultaban complicadas porque bastantes miembros del jurado tenían la doble condición de ser mujeres y negras, lo que daba lugar a interesantes especulaciones sobre cuál sería en tal caso su fidelidad dominante. Dando por descontado que los negros votarían a favor del negro y las mujeres en contra del asesino de mujeres, la única duda a solventar es si algunos jurados serían más negras que mujeres o más mujeres que negras. Nadie fue tan absurdo como para suponer que el veredicto de cada cual podía basarse en la evidencia objetiva del proceso y no en la conciencia subjetiva de solidaridad con determinados grupos de pertenencia. Una vez conocida la absolución, los blancos y muchas mujeres se han indignado, mientras que los negros han celebrado este triunfo. Lo. significativo es que tanto los enojados como los contentos han sentido el agravio o la victoria en relación con su clan de afiliación, nunca como desaprobación o aprobación de la justicia objetiva del fallo.
Naturalmente ignoro, como todos los demás, las motivaciones que inclinaron la decisión de cada uno de los miembros de ese jurado. Pero lo alarmante no es tal decisión sino que haya sido públicamente considerada con normalidad (las cosas son y deben ser así) como una justa compensación o una indigna revancha por ofensas colectivas que nada tienen que ver directamente con el crimen que trataba de esclarecerse. Pocos días después la marcha en Washington de varones negros encabezada por Louis Farrakhan ofrecía de nuevo una imagen de homogeneidad reivindicativa y segregación voluntaria (muy distinta de la mescolanza étnica que fue precisamente en sí misma la reivindicación esencial de la marcha del 63 presidida por Martin Luther King) que concordaba plenamente con el espíritu de las manifestaciones a favor o en contra del veredicto Simpson.
Y siguiendo la misma línea de razonamiento, numerosas mujeres han denunciado al Tribunal Europeo que ha anulado un caso de discriminación positiva a favor de una mujer por estar formado sólo por varones, el líder de Quebec ha atribuido su derrota en el referéndum al voto étnico de los inmigrantes (por lo visto lo que él proponía en nombre de la identidad francófona de la belle province no era un voto étnico) y los nacionalistas vascos han boicoteado la toma de posesión del nuevo obispo de Bilbao por no ser nativo. La lista podría alargarse- interminablemente, con trágicas menciones a Bosnia y sus aledaños.
En todos los casos se da por hecho que sólo lo idéntico puede juzgar sobre lo idéntico, que lo que somos sin haberlo elegido determinará irremediablemente nuestras elecciones y opiniones posteriores que suponíamos libres. Las cuales por lo tanto nunca serán libres, si tiene razón Nietzsche en definir al hombre libre "como aquel que piensa de otro modo de lo que podría esperarse en razón de su origen, d ' e su medio, de su estado y de su función o de las opiniones reinantes en su tiempo". Bien pudiera ser que este diagnóstico fuese cierto o que sea a menudo cierto. ¿Deberíamos entonces renunciar al sueño ilustrado de una ciudadanía entendida como capacidad de poner la participación racional en la gestión de lo común por encima de nuestras forzosas determinaciones particulares? Y quizá también deberíamos renunciar al fundamento mismo de los derechos humanos, porque cuando se dice allí que "nadie sufrirá discriminación por su raza, sexo, etnia o religión" hay que entender que el individuo tampoco gozará del derecho a discriminarse positivamente a sí mismo o a su grupo por idénticos motivos. El ideal de ciudadanía ilustrada admite que en numerosas ocasiones haya que reparar una discriminación atávica con medidas correctoras razonables (la marginación laboral y pública de la mujer, segregación racial, etcétera...
pero siempre con vías de establecer la igualdad en la que desaparece la relevancia de la diferencia de origen y no a favor de una casuística disgregadora que la perpetúa como insuperable. En cambio parece que ahora se proclama que los negros deben ser juzgados por negros y las mujeres por mujeres, que sólo los bilbaínos pueden predicar ecumenismo a los bilbaínos y que, en general, cada cual sólo puede tener auténtica convivencia social con quienes en todo más se le asemejan.
Desde luego no faltan negros y blancos, mujeres, varones y bilbaínos capaces de reflexionar o decidir con ese distanciamiento respecto a su origen que Nietzsche consideraba característico de la libertad: reconociendo los derechos de los demás y no sólo los propios. Pero hoy no gozan de buena prensa. Se les considera traidores a su grupo, vendidos al enemigo, asimilados al opresor. Carecen de identidad propia porque no comparten sin resquicios la que su pertenencia al clan originario les decreta. Esas identidades étnicas, sexuales o nacionales se van haciendo cada vez más acorazadas: se dice que la gente no cree en nada pero no es verdad porque cada vez cree más en los suyos, en los que se le parecen o en aquellos a los que ha elegido parecerse. Todo el mundo reclama su sitio en algún establo y quiere sentir el aliento cálido del congénere en el cuello. La ciudadanía ya sólo la defienden los desterrados que, como los judíos ensalzados en un ensayo célebre por Cioran, son dos veces humanos: la primera, como todos, por haber salido del reino animal y la segunda
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Guerras de secesión
Viene de la página anteriorpor haber perdido su casa. Por eso en el referéndum de Quebec fue Montreal quien votó mayoritariamente "no", porque allí abundan más los que han llegado de lejos y desconfían de quienes reclaman la uniformidad de la garantía originaria.
El mundo se va acrisolando en compartimentos estancos, en rebaños de inocentes aunados por sus agravios históricos contra los otros, que siempre tienen mala intención (uno de los lemas de los independentistas de Quebec es Je me souviens -Me acuerdo-, referido a una derrota militar de los franceses ocurrida hace 250 años). Nadie quiere ser responsable al menos parcialmente, cada cual se empecina en ser víctima y cobrar su indemnización. Lo cuenta muy bien Pascal Bruckner en su ensayo más reciente, La tentación de la inocencia, uno de los mejores análisis de la sociedad actual aparecidos en los últimos años. Como se espera cada vez menos de lo que puede lograrse entre todos, parece llegado el momento de refugiarse en lo que se nos ha dado en la cuna de. una vez por todas. Se supuso un día que las instituciones humanas estaban destinadas a remediar los males cainitas que trajo a nuestra común progenie el pecado original; ahora sólo deben servir para momificar la deuda que los demás tienen con cada miembro de la gran familia. Y nos vamos disgregando en bandadas semejantes a las de aquellos pájaros descritos por Borges en su libro de los seres imaginarios, esos que vuelan siempre de espaldas "porque no les preocupa adónde van, sino de dónde vienen".
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