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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

General de la paz

DECENAS DE jefes de Estado y de Gobierno darán hoy en Jerusalén tributo de gratitud y admiración a un hombre que nadie, ni amigos ni enemigos -que de ambos tuvo muchos-, duda en calificar de extraordinario y que sin duda pasará a la gran historia de este siglo, acabe como acabe la gran empresa de paz entre judíos y palestinos por él emprendida. Isaac Rabin, primer ministro de Israel, asesinado el sábado por un joven judío fanatizado por la intransigencia religiosa y el odio, rompe la regla judía de ser enterrado al día siguiente de su muerte para dar tiempo a dirigentes de todo el mundo a llegar al sepelio. El hubiera aceptado esta transgresión de buena gana, porque por encima de los rituales están los principios que les dan sentido, y el homenaje a Rabin en Jerusalén debe ser una gran manifestación de los líderes del mundo y del pueblo de Israel a favor de la reconciliación y de la paz.Minutos antes de ser alcanzado por las balas de Yigal Amir, un estudiante de leyes que había, intentado cometer el magnicidio en varias ocasiones anteriores, según confesó él mismo, Rabin había superado el sábado su notoria timidez para animarse a unir su voz a los manifestantes que entonaban una. canción a favor de la paz. Era el mismo hombre que, casi tres décadas antes, protagonizó una de las operaciones bélicas más espectaculares de este siglo y contribuyó a establecer las bases mínimas para la autodefensa de ese

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joven estado, Israel, que todos los vecinos, sin excepción, habían jurado destruir. En su discurso antes de morir recordó haber "combatido 27 años a los árabes cuando no tenía otra elección. Hoy hay una gran oportunidad de conseguir la paz. Por ello, me he comprometido en la vía de la paz y sé que esta política tiene el apoyo de la mayoría del pueblo".

Ése es el último y capital mensaje de quien siempre estuvo muy lejos de ser una paloma y muchas veces se acercó a la categoría de halcón. Pero un sinfin de circunstancias, que van desde la caída del muro de Berlín y Ia desaparición de la Unión Soviética hasta el propio desarrollo sociológico, del Estado de Israel, pasando por la revolución tecnológica y la evolución en los países árabes, ha cambiado el mundo de tal forma que hoy son posibles muchas cosas que eran impensables cuando el joven general Rabin combatía implacablemente, a los árabes para defender a su joven Estado.

El viejo general percibió el signo de los tiempos y asumió como propia la hasta entonces increíble oportunidad de librar la segunda gran batalla por Israel, después de haber vencido en aquella tan Sangrienta de la subsistencia. Era la batalla por la paz, por conseguir que Israel se convierta en un país que no tenga que estar en permanente estado de guerra o excepción por miedo a sus vecinos. Lograr por fin que la región de Oriente Próximo deje de ser sinónimo de violencia, inestabilidad y pobreza, y que las tres religiones del Libro -la judía, la árabe, y la cristiana- convivan y se desarrollen en paz y bienestar.

También percibió la nueva situación el líder palestino, Yasir Arafat. La destrucción de, Israel por la fuerza de las armas, su principal objetivo de juventud, se había convertido en imposible. Décadas después de las guerras que debían haber cumplido ese objetivo, el recurso al terrorismo no había hecho sino aislar más a su pueblo y condenarlo a una vida miserable en guetos de desempleo, pobreza, incultura y odio. Ambos tuvieron el inmenso valor, el coraje, de saltar por encima de sus propias biografías y se pusieron a hablar, primero en secreto, siempre con dureza y claridad, según reconocían, hasta llegar ambos a la conclusión de que lo antes inimaginable era posible, de que existen vías -complejas,lentas, peligrosas, pero posibles- para que sus dos pueblos encuentren fórmulas de convivencia y cooperación pacífica.

Largo procesoDesde aquel apretón de manos en la Casa Blanca, el 13 de septiembre de 1993, entre Arafat y Rabin han pasado muchas cosas, buenas y malas. La sangre ha vuelto a correr. De jóvenes palestinos enfrentados a colonos radicales israelíes y de civiles o militares israelíes destrozados por bombas de terroristas palestinos. El fanatismo se ha movílizado entre judíos y palestinos para acabar con un proceso de paz que, de tener éxito, podría poner fin a su protagonismo, a su influencia entre sus respectivos pueblos y quizá a su propia existencia.

Pero también ha habido avances. Muchos. Con cada uno de ellos, la rabia de los fanáticos de ambos bandos crecía, al tiempo que lo hacía la esperanza de quienes quieren la paz, muchísimos de ellos sin haberla conocido nunca. Jericó y Gaza, y parcialmente Cisjordania, tienen ya autoridades palestinas y el Ejército israelí se ha retirado parcialmente. En muchas localidades de estas zonas, los palestinos han visto desaparecer ya los signos más humillantes de una ocupación israelí que la joven mayoría de la población veía y sufría desde que nacieron.

Rabin, artífice de todos estos cambios revolucionarios, el soldado de la guerra antes y de la paz ahora, ha muerto, no bajo las balas de un comando terrorista palestino o una unidad militar árabe. Ha caído por disparos de un judío, un miembro de su propio pueblo, al que otros judíos -que posiblemente jamás serán detenidos- convencieron de que odiar al diferente, en este caso al palestino, al árabe, al fiel al islam, es un mandato divino. Y le imbuyeron la idea de que aquellos que pactan o hablan con sus enemigos son también enemigos. Por eso consideraba a Rabin un traidor y por eso declaró, después de ser detenido, que no se arrepentía y que llevaba desde enero de este ano intentando matar a Rabin.

El joven asesino Yigal Amir es un reflejo de esos muchos jóvenes palestinos de Hamás o la Yihad deseosos de matar. Y otros muchos en otras partes del mundo, con la idea inoculada de que serán más o mejores si matan a un enemigo del que nada saben. Y la oposición israelí -la radical, pero también la derechista del partido Likud- no podrá limitarse a achacar el crimen a un demente, como intentó su líder, Benjamín Netanyahu, en su primera reacción tras el asesinato.

Ha sido precisamente la violentísima retórica de su partido y del propio líder del Likud, contra los acuerdos de paz, y directamente contra Rabin y Peres, la que ha alimentado a los sectores que veían en cada acuerdo con los palestinos un paso más hacia la desaparición de Israel. Y son ellos los que han movilizado a sus seguidores contra la traición hacia el Estado y el pueblo judío, ya fuera con ocasión de la creación de la policía palestina, del desalojo de colonos o de la autonomía para los territorios ocupados.

En todo caso, Israel no volverá a ser el mismo Estado ni la misma sociedad después de lo ocurrido. Minutos antes de su muerte, Rabin advirtió que el estado permanente de excepción y la falta de paz corroen la propia democracia israelí, la única que existe en la región. Sólo un pueblo con una experiencia tan extraordinaria como fue el holocausto bajo los nazis y el mandamiento de cohesión de su tradición milenaria han permitido a Israel ser una democracia y un Estado militar a un tiempo durante cinco décadas.

Pero el sábado el odio criminal surgió en el seno mismo del pueblo judío. La conmocion es general y millones de judíos lloran su pesar. Pero después del luto vendrá la reflexión. Es de esperar que entonces los enemigos de la paz se vean más solos que nunca. La comunidad internacional, con Estados Unidos y la Unión Europea al frente, debe prestar todo su apoyo a este proceso hacia una paz sólida y estable. Clinton y González así lo dirán hoy.

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