Atado y bien atado
Se podría hablar mucho de lo que supone la comisión de investigación sobre el caso GAL acordada en el Senado, tanto desde el punto de vista político como desde el constitucional. Caben sin duda sobre ella diversas lecturas y ninguna, por cierto, tranquilizante en exceso para nadie. Pero me parece más importante aún reflexionar sobre los modos que a la hora de votarla se siguieron. Modos hasta ahora inéditos, aunque, dada la evolución de nuestras prácticas políticas, previsibles y que, si hoy no constituyen la mayor gloria del PP, ningún partido político podría, legítimamente, condenar por aquello de la pulcritud, necesaria a la hora de lanzar la primera piedra. Así, cuando en 1981 fui elegido democráticamente (subrayó el término) portavoz de UCI), propuse a las demás fracciones de la Cámara, reducir la disciplina de voto a ciertas materias esenciales. Y claro es que todos los grandes grupos parla mentarios rechazaron semejante desatino, por más que la omnicomprensiva y férrea disciplina parlamentaria que en España practicamos sea desconocida en cualquier asamblea democrática.En efecto, el modo de votación que serbia seguido en el Senado muestra lo que la disciplina. partidista, llevada a sus extremos, supone. Se recurre al voto secreto con la sola finalidad de quebrarla y así se viene practicando, cada vez más, desde la primera legislatura constitucional. Pero se exige la papeleta abierta -práctica, que yo recuerde, iniciada por Mosaddeq en el viejo Irán- para mantenerla. ¿Qué queda entre ambas opciones, de la, función del parlamentario, al que se elige y paga para representar al pueblo y no a los estrategas designados o contratados por la dirección de su partido? A todas luces, nada.
Es claro que un grupo parlamentario ha de suponer siempre cierto grado de coherencia y disciplina. Pero, en cualquier democracia de corte occidental, semejante disciplina tiene su límite en la conciencia individual, no sólo ética, sino también política, y se impone por la propia opción del grupo, no por decisión jerárquica ajena al mismo. Así, ni el voto en conciencia hay que ocultarlo, ni la disciplina imponerla con prácticas propias de otras, latitudes, espaciales, temporales y aun culturales.
En las democracias a secas -ni orgánicas, ni populares ni, por razón alguna, unánimes- el Gobierno o el liderazgo de la oposición ha de ganarse el apoyo de los parlamentarios con razón más que con coacción. Y, cuando se ha tratado de sustituir la primera con sanciones que en España parecerían suaves, la realidad. política democrática de los Parlamentos, la sociedad y los propios partidos ha vuelto por sus fueros.
En esto también España es diferente y, como en sistemas felizmente olvidados, el honor se sigue reduciendo a la lealtad. El pluralismo se reduce a que son varios los monolitismos. Es como confundir el mercado libre con el oligopolio.
En las asambleas franquistas, los proyectos de gran interés político, que no eran ciertamente todos, suscitaban tan "entusiastas" adhesiones que la abstención era el máximo ejemplo de la discrepancia y resultaba frecuente, como en muchas otras asambleas autoritarias, el énfasis en el "sí". Ahora hemos dado un paso más, desvirtuando los mandatos expresos de nuestra Constitución democrática, y cercenado tales posibilidades de peligrosa disidencia.
Nunca las cosas estuvieron tan atadas y bien atadas. Tampoco ahora al servicio del Estado, sino al del partido.
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