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Matar una paloma

Si Madrid es un estercolero se debe en gran parte, entre otras razones, a las palomas, que manchan sus calles, abusan de, sus monumentos y convierten sus árboles en letrinas de urgencia. Y, por si fuera poco, obtienen la complicidad de esas viejecitas siniestras que redimen su rencor senil dándoles migas de pan duro y que pueden matar a su padre, pero no se olvidan nunca de alimentar todos los días a las palomas, que siguen engordando, gozando de buena salud y concluyendo su ciclo digestivo con regularidad y profusión.Se las ve por todas partes y sobre todo donde no deben, orondas, zorronas, estúpidas como comadres y cursis como postales de lentejuelas. Se ríen de la gallardía del general Espartero, afean todavía más la plaza de la Cibeles y vulneran la intimidad de los bancos del Retiro. No respetan ni las testas coronadas, ni las azoteas mesocráticas. La plaza del Rey parece un vaciadero de rencores republicanos.

Proliferan como una peste y gozan de la coartada de la cultura, que, no me explico por qué, las ha elevado a símbolos de sentimientos tan nobles como el amor y la paz, cuando en realidad son coquetas, polígamas y feroces en la clandestinidad de sus palomares, de una agresividad que sobrepasa su tamaño y una rijosidad de fraile exclaustrado. Parece natural que la Iglesia les haya concedido la gracia de una representatividad celestial. Es un error explicable en una institución que está continuamente rectificando sus errores, llámense san Jorge, san Cipriano de Antioquía, Galileo o la guerra civil española. Pero que Picasso cayera en esa trampa es inconcebible y sólo disculpable por la wilderiana evidencia de que nadie es perfecto.

Como decía Camus, el hombre es capaz de hacer las cosas más sublimes y las mayores villanías. Una de estas villanías es haber creado el mito de la paloma como signo de la pureza y de la bondad y haber desarrollado una larga tradición de metáforas sobre su inocencia y su fidelidad, sin darse cuenta ole que son crueles, sucias, gorronas, testarudas y folladoras a calzón caído, con su hipócrita andadura de pasitos cortos, su contoneo de inválidas y su torpeza parvular de colgadas.

La ingenuidad de las palomas es mentira y se ha confundido su bobaliconería con un inerme sentimentalismo, como una de las equivocaciones más contumaces de la cultura occidental, que las ha considerado siempre mensajeras de la divinidad, que es una herencia medieval que nadie se ha preocupado de denunciar, ni de rectificar y mucho menos de abolir. Su presencia petrificada en los púlpitos debería haber despertado alguna sospecha. San José tenía motivos para desconfiar de ellas, y el colonialismo eclesiático de la Roma cristiana empezó con la paloma de Pentecostés y su don, de lenguas. Sólo la mansedumbre infinita de san Francisco toleró su proximidad y hasta sus poses de modelo fotográfica. Pero es sabido que el santo de Asís tragaba hasta los lobos. La mejor prueba de su oficiosidad es que, después de sobrevolar un inmenso océano cuajado de cadáveres, volvió al arca de Noé para notificarle que todo estaba en orden.

Tomeo las conoce bien, como especialista en monstruos, y las coloca en el lugar que se merecen en su zoológico particular. En este mismo periódico, hace exactamente un año, como si septiembre fuera un mes propicio a la inteligencia, María Antonia Landero, en un precioso artículo, levantó la veda de este peligro público. Hay ciudades donde ya se han tomado medidas urgentes para perseguirlas y, en el mejor de los casos, exterminarlas. El Apocalipsis, tan lúcido en otros detalles, ignora esta plaga entre las catástrofes del fin del mundo. A medio camino entre los pájaros de la libertad y las ratas de la sordidez y de la basura, las palomas anticipan la invasión del peor imperio, el del mal gusto tradicional, el del conformismo doméstico y el de la mendacidad institucionalizada, lo que no impide que abusen de nuestra confianza y defequen donde les pete.

En este país, tan dado a las cruzadas, podría promoverse una contra esa amenaza de nuestra tranquilidad, de nuestra salud y de nuestra monumentalidad histórica, blanco preferente de sus excesos diarreicos y de su tendencia a la inoportunidad.

Día llegará, y si no al loro, en que será necesario llevar a cabo una despalomización, con tanta contundencia y tantos medios como se ponen en práctica en las habituales desratizaciones urbanas, a la desesperada. Acabaríamos de una vez por todas con estos huéspedes incómodos, disculpas inconscientes (?) de la tontería universal. Si, como dice Alberti, se equivocó la paloma, pues bendita de Dios vaya.

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