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La era de los pijos

Antonio Muñoz Molina

Hay algunas personas tan arquetípicas o tan paródicas que serían inaceptables si quisiéramos usarlas como personajes literarios. Aunque no lo parezca, la literatura tolera muchas menos arbitrariedades y exageraciones que la realidad, de modo que ciertas parodias que encontramos con alguna frecuencia en esta última provocarían nuestra incredulidad si las viéramos en una novela. Lo cierto es si uno se fija un poco, que muchas personas favorecidas por algún grado de atención pública se apresuran a simplificarse o caricaturizarse, a sí mismas, sin duda con la idea de que la identificación con un arquetipo hará más fácil la extensión de su popularidad. Igual que en el cine, y también por razones comerciales, para favorecer la cómoda masticación y deglución de un público al que se imagina: lerdo y somnoliento, los repartos de la notoriedad se van simplificando, y no sólo en la política, donde los personajes traspasaron hace tiempo todos los límites de la inverosimilitud, sino también en lo que podríamos llamar las bellas artes.Por las exposiciones, por las presentaciones de libros, por las comidas y cenas literarias, por el espacio enrarecido y confuso donde sucede el espectáculo de la actualidad, circulan caricaturas tan obvias que uno no puede creerse que sean seres humanos tangibles y no proyecciones virtuales de alguna imaginación satírica malograda por un exceso de amargura o de doctrinarismo. Antes, un escritor, un pintor, un actor, huir cineasta, aspiraban a hacerse una obra, una firma, un destino. Uno creía, stendhalianamente, que la única manera de llegar a ser algo era siendo uno mismo. Ahora a lo que parece que se aspira es a convertirse cuanto antes en una parodia que sea lo más simple posible, una parodia de Viejo Maestro sentencioso, de Artista Decadente, de Furioso Cineasta, de Joven Novelista Pendenciero, de Misterioso, Solitario, de Víbora Maledicente Aunque Ingeniosa, de Borrachín Entrañable. Incluso hay quien se deja por completo de vaguedades y se dedica sin descanso, ni escrupulos a ser lo que ya es otro: el número de Tarantinos que circulan en la actualidad por nuestro cine y nuestra literatura es casi tan incalculable como el de dobles de Elvis que se reunen en Graceland.

Lo que faltaba hasta ahora en el panorama cultural español era una caricatura del Pijo: por fortuna, gracias a la editorial Planeta y a Carmen Balcells; que patrocinan la irrupción en la literatura de Ricardo Bofill (hijo), esta ausencia ha sido colmada con una generosidad que supera y arrasa las expectativas más demenciales. Este Bofill, de quien hasta hace unos días los aficionados a los libros tuvimos noticias muy escasas, se ha revelado en poco tiempo como un genio de la parodia y del arquetipo, como un artista absoluto de esa receta para el triunfo que se obtiene gracias a la mezcla de la cara dura y de la perfecta vacuidad. Ricardo Bofill es el Pijo por excelencia, por antonomasia, el Pijo en estado puro, su símbolo, su alegoría, su perfección, su obra maestra, el Pijo tan elevado a la máxima potencia de pijerío que lo deja a uno doblemente sumido en la admiración y en la incredulidad. ¿De verdad existe, y es así, y habla de ese modo, y se echa hacia atrás el pelo acariciándoselo, y ha hecho carreras y másters en Estados Unidos, y está tan prodigiosamente encantado de haberse conocido que se desploma de placer en cada silla en la que se sienta, y además cita a Sócrates ("Sólo sé que no sé nada"), y asevera que vivimos en la época de la imagen, y que en este país lo que pasa es que hay mucho machismo y no se lee nada, y por supuesto ya está escribiendo su próxima novela, que trata, tema palpitante, del tráfico de órganos humanos en Tijuana?

Hasta hace nada, ya digo, mis conocimientos sobre la vida y la obra de Ricardo Bofill (hijo, o júnior, o II) eran prácticamente nulos, entre otras cosas porque, el mundo de los pijos y el de la literatura no tenían muchas ocasiones de rozarse. Los pijos se dedicaban a lo suyo, y los literatos, a lo nuestro, a empalidecer leyendo libros y sintiéndonos remordidos por la ambición y la desdicha, a escribir resistiéndonos a la incertidumbre sobre el valor de lo que hacíamos o sobre nuestras posibilidades de lograr alguna vez un editor o un lector. Paul Valéry le dijo a Mallarmé: En provincias hay trescientos jóvenes que darían su vida por usted". En cualquier provincia, en cualquier oficina, hay alguien apasionado por la literatura, deshecho por el desaliento, por la dificultad de escribir, y de publicar, por la desgracia de que, incluso después de publicado un libro puede no llegar a existir por la simple razón de que nadie le haga caso.

A los pijos ahora también les ha dado por la literatura, pero no están dispuestos a dar su vida por ella, ni a llevarse un mal rato Igual que Cary Grant en Sospecha, Ricardo Bofill está seguro de que el secreto del éxito es empezar desde arriba, así que él ha empezado por tener de agente a Carmen Balcells, como Gabriel García Márquez, y por publicar su novela en la editorial Planeta, gracias a lo cual aparece en todos los periódicos, en todos los programas de la radio y de la televisión, que le vienen dedicando más tiempo que al premio Nobel Seamus Heaney y mucho más del que recibirá nunca el primer libro de cualquier escrir que no tenga la suerte de ser pijo ni la astucia de presentarse a sí mismo convertido en parodia de algo. Cada vez que lo veo o lo oigo me pregunto en qué medida, este prodigioso individuo es consciente de su irrealidad personal. Pero no alrededor y descubro tantos proyectos, caricaturas y boradores de Ricardo Bofill que intuyo en él la audacia de pionero, una capacidad fantástica de multiplicación. El mundo es de los pijos, de los mal criados, de los arrogantes, de los que se han acostumbrado a exigir el halago y nunca han conocido ni el entusiasmo ni la incertidumbre. El Pijo, en el fondo, es la versión barata, apresurada y posmodema del Genio. Ricardo Bofill ahora nos parece una parodia, pero, en realidad es un modelo de artista del siglo XXI.

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