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JUAN CRUZ Los comedores de patatas

Juan Cruz

La buena noticia de la Feria Internacional del Libro que se inaugura en Francfort el martes próximo es que ya se ha fallado el Premio Nobel de Literatura y que este galardón le ha sido concedido a un poeta. Eso le dará, sin duda, una gran paz a esta feria de editores y libreros.La poesía anda despacio, y en esta sociedad no anda nada.

De modo que cuando le dan el Nobel a un poeta nadie corre escaleras abajo o arriba para comprar o vender sus derechos.

Hay poetas que venden mucho, pero son tan. excepcionales sus casos que ni siquiera se tratan en Francfort.

La gente sigue teniendo una idea mítica de lo que es Francfort como feria donde se decide por dónde ha de ir el mundo editorial del futuro. Francfort es, nos decía el otro día en Barcelona un editor holandés que ha ido a todas las ferias desde, 1947, la historia de una escalera. Antes, hace tantos años, por esa escalera pasaba un solo editor extranjero que se encontraba con sus colegas, alemanes e intercambiaba con ellos cromos y noticias.

Ahora, por esa escalera cruzan miles de editores de todo el mundo que viajan con la mirada perdida y con la ilusión de poder hacer el negocio del siglo. Pero, en la era del fax y la electrónica, ese negocio ya se hizo, se va a hacer o no se hará nunca, porque ahora los grandes grupos y los pequeños negocian por el internet de las galaxias, de modo que aquel aspecto artesanal que tenía la negociación vieja se ha perdido como se perdieron las ilusiones de los primates que se pensaron inmortales.

Así que, en ese mundo ausente de sorpresas reales, la concesión del Premio Nobel, que algunos años coincide con la celebración de la feria, era el único motivo de verdadera incertidumbre: qué escritor -caro, a ser posible- lo ganaba. Si los derechos -editoriales- del hombre estaban libres -cosa muy difícil hoy, porque hoy no están libres ni los derechos humanos-, entonces se desataba una guerra de nervios telefónicos que hacían que Francfort desapareciera como una nebulosa y Estocolmo se pusiera en primer plano.

Este año Estocolmo ha caído sobre Francfort como el hielo, porque le ha eliminado ese rasgó de pasión que tiene toda incertidumbre, incluida la incertidumbre literaria. Le han dado el Nobel a un poeta, lo cual elimina la mayor parte de las suposiciones sobre el efecto de enriquecimiento casual que el Nobel arroja sobre los editores: los poetas venden poco, y esa realidad no la vence ni el prestigio dubitativo del fallo de los integrantes de la Academia sueca.

Los poetas son comedores de patatas, sobre todo si son irlandeses. De Miguel Hernándei decía Pablo Neruda que tenía cara de patata. El propio Neruda también tenía cara de tu bérculo, pero quizá de ce bolla, como las cebollas si métricas que admiraba Joan. Miró. Manuel Rivas, el poeta gallego que ha vi vido en Irlanda, la cuna de las patatas, escribió un libro de relatos, Los comedores de patatas, que es también, y en síntesis, una declaración de amor por esa vecina imborrable y poética de, la tierra. Siendo irlandés, Seamus Heaney, el premio Nobel de este año, es también ahora un ilustre comedor de pata tas, y un poeta inteligente y punzan te que anteayer era sólo un hombre eufónico en algunos cenáculos melancólicos del mundo. De pronto su figura aparece en las primeras planas y los re dactores jefes de las publicaciones periódicas lamentan no haber enviado ningún fotógrafo al recital vacío -vacío de gente, claro está- que el nuevo Nobel dio hace tres días en cualquiera de esos sitios donde todavía se recita poesía.

Así son las cosas de la fama y así son las cosas de la literatura. Irlanda es un país maravilloso y dividido, que ha dado algunos de los grandes literatos del siglo, y que ha mantenido la sabiduría de mezclar con alcohol y risas las palabras, a pesar de los dramas, así que de allí siempre es posible esperar un Nobel y que éste, además, sea poeta. Heaney, que, en efecto, estuvo en Madrid hace algo más de tres días, es uno de los representantes de la vitalidad poética de esa tierra de patatas, de cerveza y de whisky, y aquí explicó de noche el origen de todas esas pasiones. Apasionados y risueños, los poetas irlandeses gritan, en los bares y se suben a los mostradores cuando están eufóricos, y no como los ingleses, que se sientan a beber y a soñar con los ojos caídos. Los irlandeses son magníficos comedores de patatas que siguen escribiendo en medio de la batalla y durante la borrachera. Como los poetas de antes, como los poetas de siempre, Seamus Heaney escribe para ver lo que tienen dentro las palabras como si fueran patatas bravas, y eso desde hace mucho tiempo no es un asunto que complique la vida a los que pasean nerviosos, arriba y abajo, por las escaleras de Francfort.

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