Un secreto a voces
La flor de mi secreto es un relato de corte sentimental, muy sencillo, casi con la premeditada elementalidad formal de una novela rosa, muy bien organizado visualmente, fácil de ver, meticulosamente medido y calculado de manera que no fatigue ni sobrecargue la atención y pueda contemplarse en doble visión: la primera e inmediata, en la que aparece como una ficción ligera -hay quienes la consideran, por esta y por otras razones, superficial-, y la segunda y rebobinada, en la que hay una continua llamada a algo impreciso que se mueve por detrás de las imágenes y las hace, a ellas y sobre todo a su sucesión o secuencia, más cargadas de subterráneos que lo que da a entender la parte evidente de su encadenamiento y transcurso.Ese algo impreciso es una referencia a su musicalidad. La flor de mi secreto, título rosa donde los haya, discurre sobre fondos oscuros y esa musicalidad es uno de ellos, pues no se trata de la elegante y muy funcional sonoridad organizada, y en parte compuesta por Alberto Iglesias, sino de otra cosa de más calado que el de la partitura audible: la zona inaudible, el empleo de los silencios y de la propia secuencia considerada como música, como materia formalizada de acuerdo con las leyes de la armonía. La flor de mi secreto es, como Tacones lejanos quería y no lograba ser, un melodrama sin atenuantes, con toda la dificultad que esto acarrea. Pero así como en Tacones la condición melódica del drama (el prefijo melo no es un adorno, sino una sustantivación) era perturbada y finalmente destruida por un prurito de autoría que hacía tropezar a Almódovar con su exceso de ganas de que sus huellas digitales, su "esto es mío" se adueñara del flilme a través de interrupciones del ritmo y de ocurrencias con sello propio que resultaban mortales para la indispensable continuidad de la armazón melódica de la ficción, en La flor de mi se creto sostiene de principio a fin el continuo y nos regala una gran conquista, que se puede explicar desdoblada en dos: la conquista ética de lo humildemente hecho y la conquista estética de lo bien hecho. Ambas son inseparables caras de una misma moneda y es en la estrecha zona que queda entre el acoplamiento recíproco de ambas donde hay que buscar esa armonía que convierte a este filme aparentemente menor en una obra mayor, donde Almodóvar recupera la voz y la elocuencia que comenzó a extraviar en Tacones lejanos y perdió por completo en Kika. En cierto modo, La flor de mi secreto es una contestación frontal a su anterior película, lo que convierte a este cineasta en un casi inmisericorde crítico de sí mismo.
La flor de mi secreto
Dirección y guión: Pedro Almodóvar. Fotografia: Alfonso Beato. Música: Alberto Iglesias. Montaje: José Salcedo. España, 1995. Intérpretes: Marisa -Paredes, Carmen Elías, Juan Echanove, Imanol Arias, Chus Lampreave, Rossy de Palma. Estreno en Madrid: cines Palacio de la Música, Tívoli, Novedades, Acteón, Aluche, Cartago, California, Florida, La Vaguada, Renoir Cuatro Caminos, Canciller, Excelsior.
Actriz-médium
Almodóvar alcanza las leyes de la armonía mediante dos recursos: una omnipresente actriz-médium, la magnífica Marisa Paredes, y varia! divertidas adherencias colaterales a esta omnipresericia, pero que no interrumpen la musicalidad de su desarrollo, sino que contribuyen a él mediante respiros y dilaciones buscadas e introducidas en el continuo con mucha cautela y sagacidad, sin fiarse Almodóvar de su olfato y sacando una regla de cálculo de un escondite en la bocamanga. El dominio de su habitual modelo de puesta en escena, el tacto con que administra aquí su habitual voluntad de estilo, le hace esconderse detrás de la presencia de esa formidable actrizmédium y expresar a través de su extrema fragilidad (que rebosa la pantalla con una sola escena, la inicial de su incapacidad para quitarse unos botines ella sola) la propia fragilidad del narrador. Esto convierte a un notable melodrama en un arriesgado ejercicio de cine lírico, en el que (precisamente a causa de su invisibilidad) Almodóvar está más que nunca personalmente presente en la pantalla. Escenas de la sutileza y calidad de la aludida de los botines o la del intento de suicidio de Marisa Paredes, no se veían en el cine de Almodóvar desde La ley del deseo, su más ambiciosa y lograda obra.Hay una sólida y compleja armazón dentro de la delicada transparencia del filme. Como en toda película lograda, esta armazón no se ve, está absorbida por lo que arma diluida en lo que vertebra. Las zonas de dilación a que hice referencia -dos interludios musicales y, sobre todo, varios entremeses donde intervienen, literalmente sembradas, Chus Lampreavé y Rossy de Palma- son igualmente cautas, precisas e invisibles en cuanto tales dilaciones. Pero si todo esto es indicio de que detrás de la cámara hay un director en pleno dominio de lo que él entiende con legitimidad por oficio, un poco más atrás de la cámara, en el teclado del guionista, aparecen balbuceos de escritura que dañan una parte importante de un filme importante.
La imprecisión en la escritura es una carencia que se percibe en el desproporcionadamente mayor esmero en la construcción de los personajes femeninos que en los masculinos. Por un lado, el que interpreta Echanove parece sólo esbozado, lo que no es de masiado grave; pero, por otro, el que interpreta (es un decir, pues no es posible interpretar lo que no existe) Imanol Arias crea en la película una grave quiebra. Es imposible resolver un personaje de tanta entidad argumental en una sola escena de muleta o de apoyatura. Para ser satisfactorio, este personaje requeriría un desarrollo autónomo que no tiene ni puede tener, por lo que el error consiste en traerlo (a mi juicio innecesariamente) a la pantalla, cuando podía haber sido desarrollado a fondo sin necesídad de visualizarlo: recuérdese, para entendemos, que George Cukor logró en Mujeres una abrumadora presencia masculina sin hacer visible a ninguno de los maridos, sino sólo a sus esposas. Mientras no aparece Imanol Arias, la enorme mujer que es Marisa Paredes mantiene su estatura; pero al hacerle Almodóvar aparecer, su pequeñez la empequeñece. Y, otra vez, este superdotado director topa con su deficiente guionista habitual, él mismo.
Babelia
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