María Barranco
Hay actrices y actores que se pasan la vida interpretando el mismo personaje. María Barranco es de esta especie. No hay ningún cambio de registro en lo que hace en El palomo cojo respecto de lo que hacía en Mujeres al borde de un ataque de nervios y otras películas que siguieron. Y continúa venciendo su limitación y convenciendo con ella. En la película de Jaime de Armiñán se borda a sí misma, se afina hasta el virtuosismo y emboba, engatusa y lleva al huerto a quienes, cuando ella desaparece de la pantalla, la sentimos vaciada de una verdadera presencia y reclamamos callados que vuelva, para poder sentirla otra vez llena de alguien.En su escena frente a Francisco Rabal, con quien ocurre otro tanto, la sobreabundancia de seducción hace que la pantalla se salga por los bordes, rebosada. Y cuando termina, crea mono, síndrome de abstinencia: que vuelvan a reunirse estos dos prodigios de imán y fotogenia, que remedien el vacío, que hagan cine uno por decreto de su picardía y otra de su candor. Da igual, porque hay en sus peculiarísimos comportamientos algo que se parece a un rito, acto tanto más gratificante cuando más; se repite. Ver vivir, hablar, mirar a gente así es un fin en sí mismo, como lo es para el seducido toda seducción si hay nobleza en ella.
María Barranco ha aprendido a retar a la cámara. Cuando comenzó parecía rehuir la, daba la impresión, de que tenía prisa por acabar la escena y esconderse en la confortabilidad del fuera de campo. Parecía meterse en la pantalla pidiendo disculpas por la osadía, como una colegiala a la que pillan colándose en una película prohibida. Ya no le ocurre eso: sigue entrando en campo de puntillas, pero se mantiene dentro con una desenvoltura que casi roza el desparpajo. Una escena como la maldición en El palomo cojo sólo puede hacerla ella.
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