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Nación como religión

Si un obispo español, titular de una diócesis castellana, pronunciara una conferencia titulada Aportación cristiana al proyecto nacional español, el acontecimiento constituiría un escándalo y daría lugar, con razón, a todo tipo de comentarios descalificadores: ya estamos otra vez con la Iglesia metida en cuestiones políticas, diría la gente. Pero si un obispo catalán, titular de una diócesis catalana, pronuncia una conferencia sobre la Aportación cristiana al proyecto nacional catalá, !ah!, entonces no sólo no hay escándalo, sino que ni siquiera hay acontecimiento: todos, comenzando por los mismos cristianos, lo reciben como lo más normal del mundo.Pero el hecho es, en su estricta naturaleza político-religiosa, idéntico: ambos obispos mostrarían que es posible platicar sobre una específica aportación cristiana a la construcción nacional. El nacionalismo es un proyecto político que, en ocasiones, carece de suficiente vigor laico para imponerse democráticamente sobre el conjunto de una sociedad plural. Cuando esto es así, y en España siempre ha sido así, el aliento religioso viene en ayuda del proyecto nacional con objeto de aportar su contribución. La Iglesia educa a sus pechos -por decirlo con la vigorosa expresión de Menéndez Pelayo- "a la multitud de gentes colecticias" y las transforma en nación. Agradecidos, los nacionalistas suben en procesión a la ermita del santo o de la santa nacional para fundirse allí en un abrazo con los líderes religiosos en una ceremonia en la que nunca se acaba de saber qué es exactamente lo que se celebra, si el rito de una comunidad de creyentes o la exaltación de una nación cristiana.

Se comprende la perplejidad y consternaciónde los dirigentes del nacionalismo vasco al enviarles la Iglesia un obispo de tierra extraña. Cuando pusieron manos a la obra de la construcción nacional, los nacionalistas vascos tuvieron que rebuscar en el acervo histórico disponible para decidir la forma y color de su bandera, los lugares de peregrinación, la fiesta nacional. Y lo que encontraron por todas partes fue a la Iglesia católica, su calendario y sus ritos. Único caso en el mundo en que el Domingo de Resurrección, una fiesta móvil, un no día, es el día de la patria, los nacionalistas vascos se quedarían huérfanos de signos si la Iglesia les retirara los suyos... y los británicos les exigieran una indemnización por el estropicio causado a la cruz de San Andrés. De ahí esa mezcla de furia y desconcierto con la que han recibido al tal Blázquez.

En Cataluña, las cosas son de otro modo. Allí, la fiesta es como debe ser: un hecho de armas, peculiar, desde luego, porque se celebra una derrota, pero en esto cada cual es libre de exaltar lo que más contribuya a amor a la patria.

Lo decisivo, para el caso, es que la fiesta puede prescindir de la salve a la Virgen. Pero, entonces, la Iglesia nacional catalana, desplazada del centro ceremonial, corre presurosa a decir: eh, oiga, que aquí tengo yo una "aportación cristiana" al común proyecto: la defensa de la lengua, los sagrados deberes de los cristianos hacia la patria y cosas por el estilo. Lo que importa es que los constructores de la nación se percaten de los muchos beneficios que para su propio proyecto resultarán de educar al pueblo cristiano catalán a los pechos de la Iglesia.

En España sabemos bien adónde ha llevado esa. confusión: a identificar pueblo cristiano con nación española y a orientar no ya. un etéreo proyecto nacional, sino la construcción entera de un Estado desde sus cimientos. No hace tanto tiempo aúnque el Episcopado español, entre el que no faltaban aguerridos pastores-vascos y finos diplomáticos catalanes, se fundió con el Estado nacional franquista en el mismo afán exterminador de los. virus antipatria. Tiempos pasados, ciertamente, pero si en el futuro hubieran de florecer en este viejo suelo naciones varias, que florezcan sin perfumes de sacristía: suelen ser mortales.

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