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Tribuna
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Harvey Keitel

Es raro de unos años a esta parte ir a uno de los grandes festivales de cine y no encontrar, siempre en la pantalla y raras veces (está casi siempre filmando, no para) fuera de ella, a Harvey Keitel. Allí donde va aparece esa cosa tan escasa que todavía llamamos cine.A Berlín se asomó Smoke, una película muy sencilla, libérrima y filmada por Wayne Wang con emulsión de nitroglicerina. Ganó el Premio de la Crítica Internacional y Keitel no es ajeno a ello. En Cannes, donde el año pasado construyó él solito una de las mejores escenas de Pulp fiction y contribuyó con toda evidencia a su Palma de Oro, este año se metió dentro de la complejísima armazón poética de La mirada de Ulises y convirtió en una línea recta sus retorcidos y hermosos meandros, por lo que tampoco es ajeno al gran premio especial del jurado que Theo Angelopoulos recogió con un áspero y sonoro cabreo, porque esperaba la más reluciente Palma de Oro. Hace unos días, en Venecia, Keitel puso un poco de orden en el barullo organizado por Spike Lee en Clockers e hizo digerible el mendrugo. No suele fallar: allí donde pone su cara de tipo zurrado por la viruela, por las aceras de los barrios húmedos y por las malas pulgas, brota esa cosa tan escasa que todavía llamamos cine.

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En el festival de San Sebastián rescatan estos días títulos como Smoke y La mirada de Ulises, lo que es buena noticia, ya que ambas películas están fuera de concurso y esto es indicio de que atravesarán las barreras de la complicidad y llegarán a la gente. Tampoco aquí ha podido venir en persona Keitel. Estará, probablemente, sacando las castañas del fuego a algún director americano, europeo o asiático, en alguna película de alto o bajo presupuesto, pesimista o esperanzada, de acción o de reposo, de tiros o de ideas. Da igual. Su talento entra en esto y en lo contrario y, frente a todas las angulaciones de una cámara, su mal genio tiene respuesta e introduce en ella esa cosa tan escasa que todavía llamamos cine.

Pertenece Keitel a una vieja estirpe de sagradas bestias cinematográficas, hoy en trance de extinción. Es la que definió mejor que nadie John Wayne, cuando, poco antes de pedir plaza en el cementerio de Shinbone, comentó: "Ya no quedan verdaderos duros. Todos esos chicos bonitos que se dedican a hacer muecas y a matar abuelitas no son duros. Un verdadero duro no necesita liarse a tiros o a tortas para meter miedo en el cuerpo. Le basta con mirar, como Spencer Tracy cuando había un tipo que le fastidiaba, o como Bogart en aquel ensayo con Nicholas Ray en que dos chulos se le acercan con la mano en el bulto a la barra donde se está tranquilamente tomando una copa. Bogey se encara a ellos mientras vacía de un trago el vaso, tritura de un mordisco un pedrusco de hielo y sin mover una arruga deja secos a los que vienen a arrugarle. Eso es ser duro, y no ametrallar abuelas". El duque Wayne no llegó a ver a Keitel en Bad Lieutenant sermoneando a dos putas asomado a la ventanilla del coche desde donde echan el anzuelo en las aceras del Bronx. No necesita triturar un pedrusco de hielo para helarlas la sangre y permitir a Abel Ferrara hacer esa cosa tan escasa que todavía llamamos cine.

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