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"Los niños del campo de refugiados de Goma no hablan, no ríen, no lloran"

Sofía tiene siete años y es ruandesa, de la etnia hutu. Hace seis meses, María Jesús Cajal (Jaca, 31 años) y su compañera Julia Royo (Zaragoza, 31 años), voluntarias de Educación sin Fronteras, llegaron al campo de refugiados de Mugunga, cerca de Goma (Zaire), y recuerdan que la pequeña Sofía -que había perdido a sus padres mientras la familia huía de, la guerra- no hablaba, no reía, tampoco lloraba, no jugaba y apenas se movía. Ni siquiera caminaba. "Era como un vegetal", describe María Jesús, quien rápidamente se volcó en la pequeña.Acabada de llegar del campo de Goma, María Jesús recuerda con añoranza los momentos vividos junto a Sofía. "Aunque sus padres nunca aparecieron, la pequeña mejoró mucho", evoca la cooperante. Solamente las recientes noticias de los saqueos que las tropas zaireñas han efectuado en los campos de refugiados ruandeses -entre ellos el de, Mugunga- y que han provocado la huida de millares de personas empañan la narración de María Jesús, que hace unos días estuvo en Barcelona y explicó su experiencia de medio año en Goma. "Me pregunto si nuestro trabajo con los niños habrá servido para algo o si lo único que hemos hecho es tapar un agujero que a la mínima puede volver a abrirse", dice con una profunda desazón.

María Jesús y Julia, ambas trabajadoras sociales, se conocían de vista y poco más antes de que la ONG Educación sin Fronteras, el pasado mes, de febrero, las eligiera para trabajar en su proyecto de dotar de un plan educativo a un centro de niños y jovenes sin familia -huérfanos o con los padres desaparecidos a causa de la guerra- instalado provisionalmente en el campo de refugiados de Mugunga. Desde entonces y hasta su regreso a casa, hace pocas semanas, las dos voluntarias han sido inseparables.

Vivían en Goma, a 10 kilómetros del campo. Juntas iban todos los días en automóvil hasta Mugunga y juntas realizaban su trabajo en el centro "de niños no acompañados"', que así se denominaba el orfanato en el lenguaje de las organizaciones humanitarias.

Este centro ya funcionaba antes de la guerra en la población ruandesa de Ginsegny -muy cerca de la frontera entre Ruanda y Zaire-, pero tuvo que cerrar y fue trasladado al campo de refugiados. En él se enseña artesanía a los alumnos; los objetos, que ellos hacen -postales ilustradas elaboradas con hojas de bananos, muñecos, prendas de vestir, muebles...- son vendidos y el dinero que se obtiene es destinado al mantenimiento de la escuela y de sus moradores.

El trabajo de Julia y María Jesús consistió en organizar la formación general de los alumnos del centro, casi dos centenares, de edades comprendidas entre el año y medio y los 18 años, y colaborar en la búsqueda de sus familias. Gracias a las voluntarias, los chicos actualmente pueden compaginar su actividad en los talleres artesanos con las clases de francés, cálculo, cultura ruandesa... "En ningún momento quisimos imponer el punto de vista occidental, por eso elegimos a maestros locales para que impartieran las asignaturas", exnlica María Jesús.

Guerra y exilio

La labor de las dos educadoras no acabó ahí. Educación sin Fronteras les encomendó realizar un diagnóstico psicológico de los niños, expuestos al trauma de la guerra y del exilio. Ellas coinciden: "Lo primero que nos sorprendió fue que no sonreían". Desde su casa, en Zaragoza, Julia, relata cómo consiguieron que los rostros de los pequeños acabaran iluminándose. "Lo logramos con afecto. Nos dimos cuenta de que, si bien sus necesidades básicas estaban cubiertas les faltaba lo principal: su familia y el cariño". La falta de cariño, dice María Jesús, "produce en los niños un gran aislamiento, pero cuando les demuestras un poco de afecto reaccionan en seguida".Esta cooperante -con experiencia en niños problemáticos por su trabajo en un centro de protección de menores de Zaragoza- cuenta que en un primer momento la actitud de los pequeños ruandeses le sorprendió. "Nunca había visto niños que no sonríen", se explica. Al reflexionar sobre ello, se percató de que la mayoría de los pequeños hacía varios meses que habían perdido a sus padres, desconocían su paradero y, lo que es peor, ignoraban si estaban vivos o muertos.

Las dos educadoras echan de menos su vida en Goma. "Volvería ya", asegura Julia. Y agrega: "El trabajo es muy duro, la situación tensa y a menudo te sientes impotente. A veces piensas '¿qué sentido tiene todo esto?'. Pero decides 'lo quiero hacer' y lo haces".

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