Destino
Sucedió hace unos pocos días, no sé si lo leyeron. Un chico de 26 años, encarcelado por robo, cayó desde la planta séptima de un hospital de Vitoria en donde le habían internado por problemas intestinales. Se estaba descolgando por la ventana con la ayuda de las sábanas de su cama, como en los chistes de reclusos o en las películas. Pero esto no era cine, sino la vida dura, y se mató. Al principio pensaron que pretendía fugarse, pero luego comprendieron que simplemente intentaba llegar a la planta inferior para ver a su compañera y despedirse de ella: porque la mujer, también hospitalizada y en estado terminal, probablemente moriría antes de que él saliera de la cárcel.Con este argumento y estos protagonistas podría escribirse una novela enorme, una tragedia clásica. Porque la sustancia de la tragedia es justamente eso, la lucha del ser humano contra su destino, un combate a muerte en el que siempre pierde. Es fácil reconocer en esta historia carcelaria ingredientes fundamentales de la vida: el error de una existencia alborotada (¿tal vez la droga?), el drama de una enfermedad terminal (¿tal vez el sida?), la sordidez de la marginación y la derrota. Pero también la loca grandeza de ese amor o de esa necesidad sentimental que le hizo arriesgarlo todo solamente por verla. Y así, puede decirse que la muerte del muchacho fue consecuencia de todo lo peor que en él había, pero también de todo lo mejor: hasta en los instantes de mayor miseria puede el ser humano tener un gesto espléndido. Si hubiese sido el protagonista de una gran obra literaria, en fin, el chico de Vitoria habría conquistado la inmortalidad. Pero todo sucedió en la vida misma, en la realidad desnuda y zozobrante. Por eso su conmovedora historia sólo ocupó dos diminutos párrafos en un periódico, camino del olvido y del silencio.
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