El debate y la noticia
Desde luego, el primero no constituyó la segunda. No pudo ser menos novedoso, en la forma tanto como en el contenido. Estéril victoria dialéctica de González y eficaz improperio popular. La oposición se empeña en demoler el Gobierno y algunas cosas más, entre otras, posibles alianzas, y lo va consiguiendo paso a paso. El Gobierno se aferra a los datos, especialmente los muy alentadores de índole económica, pero carece de la iniciativa política necesaria para sacarles brillo. En una palabra, fue la reiteración del debate sobre el Estado de la Nación de hace unos meses, como éste lo fue de su homónimo de 1994. El retorno, no eterno, sino permanente.Lo llamativo del debate fue la ausencia de los grandes temas que hoy ocupan la atención de cualquier democracia europea. Al menos de aquéllas a las que deberíamos pretender parecernos. Lo que allí parece ya definitivamente acordado, aquí sigue siendo el epicentro de la polémica (v.gr. la buena fe democrática de todos los contendientes, la salvaguarda de ciertos intereses e instituciones del Estado, desde la confidencialidad de los secretos a la distinción entre lo político y lo penal). Mientras que las cuestiones que allí se discuten con atención e incluso pasión, desde la seguridad al Estado de Bienestar, aquí se esfuman en debates sectoriales. Es claro que ayer se trataba monográficamente de otra cosa. Pero el caso es que tal cosa, en una u otra versión, monopoliza la atención política desde 1993, por no decir desde 1989.
Ahora bien, la reiteración, expresa y produce regresión. Y algo, por no decir mucho, hay de infantilismo en el "dámelo ya", "no, espérate" a que parece haberse reducido el discurso político de los últimos años. El radicalismo gauchista añade un síntoma más de esa "enfermedad infantil".
Y lo malo es que si, por hipótesis, la situación se invirtiera mañana o, lo que es lo mismo, si no se modifican otras cosas el año que viene, los discursos hubieran sido iguales, un poco más acres si cabe. ¿Y de la mejor gestión administrativa, y de la más eficaz justicia, y de las exigencias de seguridad, y de las empresas de mayor aliento capaces de ilusionar ala ciudadanía? ¿Cuándo habrá para ellas lugar en nuestros debates parlamentarios, en la atención de los medios, en la opinión pública? Quienes creemos en la ciudadanía, algo muy útil cuando de hacer democracia se trata, intuimos que tales extremos interesarán más a los españoles que los que acostumbran a decirse. En todo caso, los que oyen les producen hastío.
A mi juicio, la noticia verdaderamente importante de la actualidad política no es ni la archisabida voluntad de llegar, ni la inerte decisión de resistir. Se trata más bien de las declaraciones del nuevo presidente de Madrid, Ruiz Gallardón, concordantes, creo, con las del castellano-manchego Bono, en pro de una apertura del sistema electoral. El tono empleado por Gallardón, una oferta de consenso para la reforma; la finalidad de la misma, acercar los elegidos a los electores; los medios propuestos, una apertura de listas o, como alternativa, una redistribución de las circunscripciones, son exponentes de una óptima calidad política que, de llevarse a la práctica, junto con medidas de democratización y apertura interna, podría ser el inicio de una verdadera renovación.
En efecto, la pobreza del discurso político del que ayer tuvimos prueba es exponente del empobrecimiento de una clase política que se ha ido cerrando en sí misma. Y la hosquedad, cuando no virulencia, del debate, es reflejo de la rigidez de la vida partidista. Una vez más, la hostilidad hacia el exterior refleja el autoritarismo interior. Por eso, quienes acometan la democratización de los partidos, si lo hacen de verdad, contribuirán como nadie a la concordia de los ciudadanos.
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