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Tribuna
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La niña la vaca

De boquilla, por no hablar de corrida sobre el abismo que media entre la mente y la fonética (tipo "¡toma castaña!"), se conoce, y así me siguen, que hay exóticos nombres, si bien nada cristianos, que bordean o bordan a menudo la familiaridad con lo más nuestro: lo toreable. Por ejemplo, tenemos allí abajo, después incluso de salir de Málaga, el caso del mismísimo Tororut, dios adorado por los suk de Kenia, dueño del universo inabarcable y verdadero inseminador airoso de mujeres, hombres y hasta rapaces sobre la virulenta faz de la Tierra. Frente a ese dios generalista, ¡otro único!, se alza la habilidad, galante y minuciosa, de Tore, un dios que se hizo especialista en crear a los pigmeos del Congo, llamados, para colmo, los efe: como la agencia que con letra entra. Pues ese Tore, paradigma y apócope de la astucia, nunca ha querido jugar con fuego o, lo que es lo mismo, revestir forma humana; se contenta con parecerse a la luz de la Luna, ya ven, y con echarles una manita (abstracta) a los que salen cazadores, que aunque pigmeos, también la necesitan, o por lo menos hasta cierto punto, cuando se internan en la espesura onomatopéyica de un tupido bosque ex belga. Leer cansa, sí, ya me lo dice El Fary, pero quizás el nombre que más nos estimule, ¡mira por dónde!, sea el de un célebre héroe japonés, Toranga, que, de humilde cazador en la edad del pavo, paso a ser soberano de su país.Toranga es todo un punto y aparte. Venció a un tirano singular, el cual tenía cuatro fornidos brazos a cada lado del tronco (osea, unos ocho), con la sola ayuda de un hacha. Los japoneses levantaron un templo su honor, precisamente en la provincia de Vacata. En consecuencia temporal, que es hora de ir adquiriéndola, Tororut, Torey Toranga nos han hecho sospechar que no estamos tan solos como algunos se piensan. Esos mugidos internacionales, vaguedades a lo divino, nos animan a que sigamos, a que sigamos llamando por sus hombres a nuestros animales acionales: el toro de Moscú (Tororut), el cabestro que ríe (Tore), y la vaca de leche merengada (Toranga). No son símbolos: son lazos vocales, entrenamiento y mestizaje para encontrar al paranoico que todo fiel lector lleva dentro.

Por lo demás, puede perderse uno en un hotel y encontrarse con el escritor mexicano Gabriel Zaid, que regresa de La Coruña de participar en un homenaje a ese gran escritor, gallego y matemático, llamado Rafael Dieste. Hablamos de lo que aquí y allí se ve. Y acabamos por contentarnos con hablar sólo de la mirada. De la mirada de Dieste, contemplando una tarde, en Rianxo, el paso de una niña y una vaca. Porque Dieste, desde la edad de 13 años, ya era capaz de demostrar, ante los niños de su pueblo, que el infierno no existe. Todavía resuenan los gritos jubilosos de unos cuantos muchachos: "¡Que non hai inferno, que o dixo Rafael!'. Es evidente que muchos escritores, por más que crean en el infierno, se han fijado con sumo detalle en las niñas. Pero a mí me da que ha habido muy pocos (y he aquí una buena pista para un futuro premio Espejo de España) con la serenidad suficiente como para verle también un algo a las vacas, un algo no forzosamente sagrado. Hombre, Gabriel y Galán las encerraba muy temprano para irse a dormir con el. vaquerillo. Y Joan Maragall tuvo la ocurrencia de apiadarse de una vaca de larga cola, pero ciega a causa de una pedrada que le dio un zagal de la época. Por consiguiente presidencial, mala suerte tenemos con eso tan viciado que a la memoria me viene o con la exigua realidad de lo escrito.

Por fortuna, Zaid me cuenta que, aun siendo él mismo también testigo del paso de la misma niña y de la misma vaca, vio a través de Rafael Dieste lo que de verdad pasaba. La niña era la inocencia. La vaca era la mansedumbre. Y la inocencia no ocultaba su particular firmeza: ese dejarse guiar por lo que viene detrás. Mientras que la mansedumbre tampoco consistía en seguir por seguir a la mocosa, en plan bestia, sino en dejarse llevar por el ritmo del corazón. Porque las vacas, pensaba Rafael Dieste, sienten veneración por las niñas. Una veneración que nace del asombro que les produce encontrarse de pronto ahí, al lado de figura tan perfecta.

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