Lágrimas esquivas
Cuando un dolor absoluto irrumpe a traición, las lágrimas son esquivas y la angustia lacónica. Así fue despedido ayer Antonio Flores. No hubo multitudes alborotadas ni histerias ni despropósitos. Ni siquiera quedaban fuerzas para llorar. Solamente suspiros entrecortados, rostros de incredulidad ante los hechos, congoja radical, infinita tristeza. Fue un acto rigurosamente serio, como la muerte.Había muchos gitanos y muchos músicos, compañeros de grabaciones, colegas de escenario, hotel y carretera; interlocutores de largas noches blancas que charlaban con él del cosmos y de la luna hasta las seis de la mañana, muchas veces en presencia de la propia Lola Flores. La imagen de los rockeros ayer en La Almudena era patética y entrañable a la vez. En sus caras no había crispación, sino derrota. Tras la ceremonia, rápida como una fuga, muchos de ellos se agrupaban cabizbajos en las tumbas cercanas a la de su amigo, aferrados a su sombra. Se abrazaban largamente sin decir palabra. De vez en cuando movían la cabeza como queriendo ahuyentar la pesadilla.
En el entierro de Lola Flores, hubo algarabía, coplas, nervios y desmadre cercano al folclor. Porque Lola parecía que se iba, pero no demasiado. Su hijo, en cambio, daba la impresión de que se nos ha ido, pero para siempre. Antonio Flores, seguramente a su pesar, fue uno de esos artistas propensos a los terrenos cenagosos, el malditismo y la belleza dionisiaca. El destino ha puesto la guinda llevándoselo de forma sinuosa en plena juventud. Los malditos mueren al amanecer y son enterrados con ritos fugitivos.
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