La soledad del cachorro
La suprema elegancia interior de Antonio González Flores, músico, poeta, artista, le llevó siempre a hacer lo posible para evitar a los otros su propio infierno. De las pocas veces en que coincidimos con amigos o conocidos comunes, hace ya años recuerdo que emanaba de él, además de un rotundo atractivo físico, del magnetismo bellamente animal heredado de Lola, un cálido mensaje de bondad que te hacía sentir confortable inmediatamente. Quizás por eso pensé que, tarde o temprano, pese a las trompadas, Antonio iba a ganar su pulso personal con la tristeza. Me equivoqué, y sólo el último sábado, escuchando a Lolita en la entrevista que María Antonia Iglesias le hizo para Informe semanal, sentí una vaga inquietud, acrecentada por su aparición, sobre el escenario, en Pamplona: con la mano izquierda lesionada metida en una férula, la voz más rota que de costumbre y el cuerpo como huyendo de su sombra.Fue una actuación desesperada que hoy encaja en la siguiente reflexión: mientras en este país se seguía con puntualidad el espectáculo de la sentida muerte de Lola, la verdadera tragedia se estaba desarrollando en otra parte, en el cuarto oscuro de la soledad de Antonio, de su prolongada adolescencia y de su demasiado corta, demasiado irregular y, en muchos aspectos, deslumbrante vida de artista, que parecía haber sacado definitivamente adelante en los últimos tiempos, con sus trabajos para Rosario y con su disco Cosas mías, hermoso y expresivo resumen de su talento.
Ruta tortuosa
La ruta que le había conducido hasta esta obra fue tortuosa, y cabe suponer que muy marcada por el hecho de ser hijo de quien era y ser, al mismo tiempo, tan distinto. Hace apenas 13 años, en pleno agobio del agosto madrileño, en uno de sus intentos por expresarse con voz propia, los dos hijos modernos de Lola Flores participaron en Colegas, una película de Eloy de la Iglesia que, a la larga, resultó letal para algunos de sus artífices: dos de sus protagonistas, José Luis Manzano y Pirri, chavales de Vicálvaro que habían venido al mundo con el certificado de perdedores bajo el brazo, encontraron la muerte, por sobredosis, años más tarde. El propio Eloy ha sobrevivido a duras penas.
Lo de Antonio parecía tener remedio, porque detrás de él no había un tejido social descompuesto ni un hogar desestructurado. Detrás de él estaba una leona sobrada de amor y generosidad, carente de prejuicios y remilgos, capaz de ponerse en la piel del otro, de ver por los ojos de su hijo. Lola Flores le sacó de la droga a fuerza de pedirle que la dejara pincharse cada vez que él lo hiciera. Le sacó y le sostuvo, hasta el punto de que el propio Antonio contaba que, cuando su vida "le importaba un pito", pensaba que "si me iba al otro barrio mi madre se tiraba por el balcón".
Desde que Lola empezó a declinar, únicamente él sabía hasta qué punto iba a quedarse solo.
Babelia
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