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Don Domingo

Juan Cruz

Esta semana, el pasado miércoles 24 de mayo, Domingo Pérez Minik, crítico literario, hubiera cumplido 90 años. Fue un hombre esencial en la: vida cultural de Canarias en este siglo y desde Tenerife ejerció un magisterio crítico que marcó durante muchos años la información literaria de los españoles. Era un gran tipo, un personaje inolvidable, que ha dejado un hueco vital y cultural que se acrecienta a medida que se nota más su definitiva ausencia. El propio miércoles le han puesto su nombre a un instituto de Tenerife y muchos de sus amigos -Núria Espert lo ha hecho esta semana, desde Barcelona- llaman a ese lugar sólo para escuchar, al otro lado del hilo, cómo pervive, ligado, además, a un centro de enseñanza, el nombre del viejo maestro:-Domingo Pérez Minik, dígame.

Era guapo, intranquilo, polemista, radicalmente en contra del lugar común, a favor siempre de la pelea; tenía los ojos azules, acerados pero tiernos, y vestía como un inglés. Las costumbres se las había marcado su anglofilia y todo lo hacía a horas similares: al mediodía paseaba por el muelle, que era su horizonte isleño, y por la tarde, a la hora del whisky claro, como Graham Greene, interrumpía su jornada de trabajó para escuchar a la gente, y para hablar él, hasta que el tiempo se le hiciera el día siguiente.

Escuchaba como muy pocos. Ponía su mano huesuda -la mano que poco a poco se le fue quebrando como la escritura, y fue el símbolo implacable de su decrepitud física- en la mandíbula, dejaba inalterable sus facciones y al final del discurso ajeno saltaba como un gallo con argumentos que provenían de su limpieza moral, de su historia intachable.

Con el material qué distingue a los autodidactos, la curiosidad, él descubrió, como crítico perpetuo de la revista Ínsula, a numerosos autores extranjeros que hoy son moneda corriente en la memoria de todos. Fue un provocador que, como Miguel de Unamuno, escribía a machetazos, como si las ideas las heredara de un grito, pero a la vez era sutil y profundo. Era, como decimos, anglófilo; en la fecha que hubiera sido de su cumpleaños -don Domingo Como le llamábamos sus amigos canarios e incluso los peninsulares, murió hace seis años- falleció Harold Wilson que fue uno de los grandes ídolos de su socialismo ingenuo, comprometido e histórico. Ese carácter de anglófilo de don Domingo no era un rasgo baladí, ni en Canarias ni en su época, pues las islas siempre tuvieron una deuda equívoca con el Reino Unido, que quiso sin éxito que Nelson irrumpiera en las islas, y que fue un punto de referencia para él y para tantos antifranquistas insulares que sé educaron más cerca de Londres -de lo que entonces fuera Europa- que de Madrid.

Fue también un hombre de teatro. Él mismo fue actor y un develador eficacísimo de lo que pasaba en la escena europea y española de la posguerra. Su casa era una biblioteca que se fije haciendo al ritmo que le marcaba aquella curiosidad intelectual inmarchitable que le convirtió en la memoria culta de su generación de intuitivos. Formaba -con otros, pero sobre todo con ellos un equipo compacto con Eduardo Westerdahl, crítico de arte, y con Pedro García Cabrera, poeta, y con ellos creó la revista Gaceta de Arte, que fue el eslabón insular del surrealismo europeo; con ellos estuvo André Breton, que no le cayó muy bien a don Domingo, que despreciaba por igual a los popes y a los payasos, y que prefería agente como Bertrand Russell; Russell también estuvo con él en la isla, en 1935, y en cierto modo marco radicalmente su forma de pensar sobre la vida y su modo de seguir en la vida.

No era un mitómano, y por eso la gente se encariñaba con él. Estuvo en la cárcel, y como muchos de sus compañeros sufrió persecución por sus ideas, a las que no renunció jamás. Pero no guardó rencor, sino silencio. Su casa era la casa de todo el mundo, y a todas horas. En un libro suyo, Entrada y salida de viajeros, aparecen todos los que llegaron a la isla y hablaron con él, pero ese título también sirve para describir su alma y su mentalidad, abierta constantemente a la sensación nueva, en discusión permanente con el entorno para hallarle a la vida más sentido, una justificación verdadera.Un día sintió que se le acababa todo: no podía escribir porque su mano había dimitido de vivir, y ya no podía hablar, el otro instrumento esencial de su mirada. Así que les dijo a sus amigos, en medio de su paseo cotidiano por el muelle:

-Vámonos a casa, que esto se acabó.

Murió dos días más tarde. Los que fuimos sus amigos, los que mantenemos la deuda con su ejemplo moral y con su buen humor, tenemos la satisfacción chiquita de llamar por teléfono al instituto que ahora lleva su nombre y escuchar:

-Domingo Pérez Minik, dígame.

A él, que ahuyentaba los halagos como si fuesen moscas, esta invocación de su propio nombre le hubiera parecido -como él solía decir- "una cosa muy graciosa".

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