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La palabra rota

No es nuevo ver en televisión -entresacada del amontonamiento de mal cine que la abastece a diario- alguna excepcional película: se emiten de vez en cuando y lo habitual es que pasen inadvertidas, porque su continuidad se diluye en el continuo televisivo y, sumergidas en él, todas parecen la misma, pues tal continuo es un estómago que todo lo digiere y un rasero que todo lo iguala, hasta el punto de que la publicidad que interrumpe un filme se incrusta en éste y pasa a ser parte suya. Es lo que una siesta hizo respingar a Federico Fellini en su sofá, mientras dormitaba y de reojo observaba el blanco y negro de La dolce vita, cuando de repente vio en la pantallita, entre un abrir y cerrar de párpados, una coloreada muchacha cortando Ionchas de mortadela: "¡Ese plano no es mío!", se supone que pensó. Y acto seguido gritó: "¿Quién es el hijo de puta que ha metido ahí ese plano?", y su furia es creíble.Aislar una gran película de la apisonadora del continuo televisivo -capaz de. introducir una radiante muchacha dorada cortando lonchas de rosada mortadela dentro de un oscuro encadenado en blanco y negro, vulnerando color y ritmo y rompiendo de un tajo la hilazón de las imágenes sobre el tiempo- es indispensable para poder distinguir, dentro de lo que cabe, el signo del gran cine en la trituradora de signos de la televisión. En España sólo Canal +, de manera sistemática por ser ésa su oferta, y La 2 de la televisión estatal, precisamente por ser estatal, emiten películas sin interrupción publicitaria, en el caso de esta última no de manera sistemática, sino sólo en ocasiones. ¿Y por qué una de esas ocasiones no es el Programa Qué grande es el cine, ideado por José Luis Garci, que La 2 emite los lunes? No se entiende que una emisión didáctica, de generoso enfoque, destinada a mostrar películas inmortales y a enseñar al destinatario cómo ha de verlas (cosa menos fácil de lo que parece) para sacarles el mayor zumo posible, esté ensuciada por la intromisión, en colisión frontal con la lógica del programa, del corte publicitario. No se entiende: no es Antena 3, ni Tele 5, sino la televisión estatal. No es, por tanto, pedir peras a ningún olmo.He visto tres películas en este programa: Matar a un ruiseñor, Casablanca y La palabra. Las dos primeras son obras casi perfectas y la tercera es la perfección hecha cine. Y las tres, complejos relatos menos fáciles de contemplar a fondo (pues tienen complejos bordados de oficio y de estilo dentro) de lo que da a entender la gozosa facilidad con que se consumen. Las tres fueron comentadas, y algunos de esos sus bordados revelados en iodo su esplendor, por personas que los conocen y que saben transmitir su conocimiento de ellos. Pero previamente hubo que sufrir que el hilo de su secuencia fuera cortado por el grasiento cuchillo de unas cuantas interrupciones publicitarias mortales. No se entiende tan salvaje contradicción.

Si tan mal andan las cuentas en TVE que su lógica empresarial destruye lo poco que edifica y enpequeñece lo poco que concibe con altura, ¿por qué no busca la rentabilidad inmediata de un programa de esta especie con publicidad antes y después de la emisión de la película, respetando el continuo cinematográfico y aislándolo del televisivo? A si no encuentra publicidad de este tipo, por qué no recuerda unas horas cada semana su condición de servicio público y declara de interés cultural general un programa que merece ser acariciado con guante de seda? Mostrar La palabra de Carl Theódor Dreyer -milagro cinematográfico de tal delicadeza que si no se contempla con la atención tan tensa como una cuerda de violín su sutilísimo entrelazado se deshilacha- rota por tajos publicitarios, mientras cuatro buceadores de su insondable fondo afilan el ingenio y se esfuerzan en desentrañar por qué estamos ante un tempo intocable, es una traición a ese esfuerzo, una burla al espectador y, puesto que hay acuerdo universal en reconocer la condición sagrada de su continuo, una obscena blasfemia contra uno de los supremos monumentos de la espiritualidad contemporánea.

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