El príncipe agorero
Cuando ella se despliega con tanta brillantez como en los ensayos de Hans Magnus Enzensberger, y elige tan bien los ejemplos en apoyo de una tesis que desarrolla de manera tan coherente, en estilo tan claro y elegante, la inteligencia de un escritor soborna a sus lectores, embota su capacidad crítica y les hace aceptar como verdades indestructibles las afirmaciones más fantásticas. Soy víctima confesa de ese charme cada vez que lo leo, y lo hago con frecuencia, pues no conozco, entre mis contemporáneos, un ensayista más estimulante y con un sentido más agudo de lo urgente, de lo que es la verdadera problemática de actualidad.Buen ejemplo de ello son sus dos últimos libros, La gran migración y Perspectivas sobre la guerra civil, temas que estarán en el centro del debate político internacional en el futuro inmediato y, acaso, buena parte del siglo que se aproxima. Atrapado por el sortilegio de su descripción apocalíptica del mundo en que vivimos -convulsionado por desplazamientos de poblaciones rechazadas por doquier y amenazados de aniquilamiento por una violencia ciega, autista, molecular y protoplasmática- he disfrutado de ese "agradable horror" con que, dice Borges, amueblaban sus noches los cuentos fantásticos. Pero, pasado el hechizo de la lectura, me ocurre lo mismo que después de ver elevarse y levitar a David Copperfield en Earl's Court: me encantó y aplaudí, pero estoy seguro de que no voló, que su magia me engañó.
Auríque escritos por separado, ambos ensayos se refieren al anverso y reverso de un mismo fenómeno. Las migraciones masivas, causa y efecto de buena parte de esa violencia generalizada que Enzensberger ve apoderándose del mundo a la manera de una epidemia -una suerte de sida social-, han existido siempre, y, en ciertas épocas, alcanzado porcentajes más elevados que los de ahora. La diferencia es que antaño eran bienvenidas -los colonos europeos en Estados Unidos, Canadá o Australia, los trabajadores españoles, turcos o italianos en la Alemania y Suiza de los sesenta-, hoy provocan pánico, un rechazo que atiza el racismo y la xenofobia.
Ese cambio de ánimo hacia el inmigrante en las sociedades modernas se origina, en parte, en el llamado "paro estructural", esos empleos desaparecidos que nunca volverán y el consiguiente temor de los indígenas a verse desplazados por forasteros en un mercado laboral que se encoge. Y, en parte, en sentir aquéllos amenazada la identidad cultural propia al verse obligados a coexistir con comunidades de otras lenguas, costumbres y religiones que no quieren (o a las que no se permite) disolverse en la del país anfitrión.
Enzensberger desbarata con impecables argumentos todas las fantasías y mitos sobre las sociedades homogéneas -que no existen-, poniendo como ejemplo a la alemana, la que, a lo largo de su historia moderna, ha recibido y digerido incontables migraciones, a la vez que enviaba emigrantes a diversas regiones del mundo. Y, con razón, precisa que la repugnancia de los países prósperos hacia el inmigrante desaparece cuando éste es rico. ¿Quién le negaría un visado al sultán de Brunei? ¿No obtinen un pasaporte británico con facilidad los banqueros de Hong Kong? ¿No puede adquirir un permiso de residencia en Suiza un millonario libanés, iranio o paraguayo?
De allí, concluye que el problema real no es el de la inmigración, sino el de la pobreza, y que ésta es, asimismo, la raíz, la explicación recóndita de esa violencia que corre como un incendio por el mundo. Hasta aquí puedo seguirlo, y, también, aunque sólo parcialmente, pues sospecho que exagera, en su análisis de esa violencia moderna que, según él, ya no requiere de pretextos ideológicos ni religiosos para estallar, a menudo gratuita y autodestructiva, que va convirtiendo el globo en una selva de tribus enfrentadas, donde "toda diferencia se ha vuelto un riesgo mortal" y donde "un vagón de metro puede tornarse una pequeña Bosnia". Sin embargo, el fanatismo nacionalista que hace crepitar la ex Yugoslavia o el fanatismo religioso que está detrás de los asesinatos en Argelia no encajan dentro de ese identikit; no hay en esas actitudes la mera pulsión sonámbula de matar o morir, sino la convicción -estúpida y criminal, sin duda- de que actuando de ese modo se lucha por una causa que justifica el terror. Es preferible que sea asi, me parece, pues la violencia que nace de una idea o de una fe se puede combatir, en tanto que aquella, fatídica, que vendría programada metafísica o genéticamente en la condición humana, no es resistible y nos precipitaría sin remedio en el apocalipsis.
El pesimismo de Enzensberger tiene como punto de partida la creación del mercado mundial. El triunfo del sistema capitalista y el hecho de que, hoy, la producción y el comercio sólo puedan hacerse a escala planetaria, dentro de esa red de inter-dependencia económica en que funcionan las empresas y los países, ha creado una enorme masa de pobres estructurales (las llama las "masas superfluas") que, en los países del tercer o primer mundo (ya que el segundo desapareció), viven en capilla, condenadas a una marginalidad de la que no tienen posibilidad alguna de escapar. La violencia que sacude al planeta resulta de la desesperación que esta trágica situación engendra en una parte considerable de la humanidad.
Oigámoslo: "Es incontestable que el mercado mundial, desde que dejó de ser una visión lejana y se convirtió en realidad global, fabrica cada año menos ganadores y más perdedores, y eso no sólo en el tercer mundo o el segundo, sino también en los altos centros del capitalismo. Allá, son países y hasta continentes enteros los que se ven abandonados y excluidos de los intercambios internacionales; aquí, son sectores cada vez más grandes de la población los que, en la competencia cada día más dura por las calificaciones, no pueden seguir y caen... Se puede concluir que la violencia colectiva no es otra cosa que la reacción desesperada de los perdedores a su situación económica sin solución".
Este catastrofismo no está respaldado por los hechos y se funda en una visión errónea del capitalismo, un sistema mucho más ávido de lo que Enzensberger supone. Gracias a la voracidad que le es innata, el sistema que creó el mercado se ha ido extendiendo desde las antiguas ciudades europeas donde nació por todos los rincones del mundo y ha establecido ese mercado mundial que, en efecto, es ya una realidad irreversible. Gracias a ello los países pobres pueden hoy día empezar a dejar de serlo y, como Singapur, Regar a tener una estructura económica más sólida que la de Gran Bretaña o las reservas financieras astronómicas de Taiwan o crear un millón de empleos en cinco años como ha hecho Chile.
Mientras yo leía a Enzensberger, el caballero Philippe de Villiers, nuevo líder de la extrema derecha francesa, aullaba en Bretaña: "¡Noventa trabajadores filipinos valen lo que un obrero bretón!". Y, en lugar de alegrarse con esta buena noticia, se alarmaba y quería justificar así sus tesis a favor de unas barreras proteccionistas para defender a Francia de competencia tan desleal. Que el señor De Villiers no advierta que si los filipinos producen camisas y pantalones más baratos que los bretones eso también beneficia a los compradores franceses y que a la industria francesa le conviene muchísimo que, gracias a esos mercados que están conquistando sus fábricas, los filipinos elevan sus niveles de vida y su capacidad de compra, para poder adquirir los productos que Francia produce mejor que otros, lo entiendo, pues el señor De Villiers me parece un hombre de otras épocas. Pero no entiendo que el príncipe de la inelligentsia europea coincida con los enemigos de la internacionalización de la economía, convencidos de que la riqueza del mundo tiene un tope, ha alcanzado sus límites, y que, a partir de ahora, si un país prospera otro se empobrece.
La verdad es otra. Los países capitalistas no tratarían a China con el guante de seda que sabemos si temieran que sus nuevas industrias fueran a acabar con las suyas (ya que, como diría Monsieur Villiers, doscientos obreros chinos valen lo que uno de Chicago o Francfort). Esos productores son también consumidores, el desarrollo de un país abre perspectivas enormes a las empresas de los otros pues, mientras más crezca, en términos cuantitativos y cualitativos, el mercado mundial, habrá mayores perspectivas de beneficios para esas empresas capitalistas que operan con la conciencia cabal de que si no son capaces de adaptarse a las condiciones velozmente cambiantes del mercado mundial, desaparecerán.
Es esta nueva realidad la que tiene profundamente alterado al mundo europeo y la que genera inseguridad y miedo en quienes, -correctamente- sospechan que ella acabará por modificar instituciones y costumbres -sobre todo, privilegios- que se creían inmutables. La idea de nación, por ejemplo, y las nociones de identidad, de cultura, y unos hábitos y perspectivas en el trabajo y en las relaciones humanas que nada tendrán que ver con los del pasado. Buena parte de los conflictos actuales -como los motivados por los rebrotes del nacionalismo y del integrismo- son reacciones instintivas de comunidades e individuos contra esta revolución que está acabando con la cultura de la tribu y creando un mundo de individualidades libradas a sí mismas, "sin Dios ni patria", pero -esperémoslo- sí con ley. Pues si esta última también desapareciera es probable que la pesadilla de Enzensberger, aunque por otros caminos, se hiciera realidad.
En esta mundialización de la vida hay que buscar las razones de esa violencia colectiva que, en efecto, crece de manera dramática. Yo pienso que ella tiene que ver, en buena parte, con la universalización de las comunicaciones, que hace saber, cada día, cada hora, a los pobres del mundo lo que no tienen, todo aquello de que están privados y que otros disfrutan. Ello crea impaciencia, desasosiego, frustración, desesperación, y los demagogos políticos y religiosos saben aprovechar ese caldo de cultivo para sus propuestas demenciales. Pero esa insatisfacción y disgusto de los pobres con su pobreza es también una energía formidable que, bien canalizada, puede convertirse en un extraordinario motor del desarrollo. Así ha ocurrido en los países del sureste asiático, que, con todas las críticas que se les pueda hacer -en lo relativo a la libertad política y a los derechos humanos, por ejemplo-, han mostrado que era posible crear millones de puestos de trabajo y condiciones de vida dignas para sociedades que hasta sólo ayer figuraban entre las más atrasadas del planeta. Lo mismo comienza a ocurrir en América Latina, donde Chile es hoy día un modelo de crecimiento en democracia que otros países tratan de imitar.
Éste no es un optimismo ingenuo, sino la simple comprobación de que hay suficientes ejemplos en la realidad contemporánea de que el sistema de libre empresa y de mercado, si se lo adopta con todo lo que él implica -e implica muchtos sacrificios y esfuerzos, desde luego- puede sacar a un país de la pobreza, e, incluso, en un plazo relativamente corto. Que pocos países tercermundistas hayan elegido esta opción, es cierto; pero también lo es que ella está ahí, a su alcance, esperando que se decidan a hacerlo. Es la primera vez en la historia humana que esto ocurre -que los países puedan elegir la prosperidad o la pobreza-, y aunque fuera sólo por eso, en contra de los agoreros vaticinios de mi admirado Hans Magnus Ensenzberger, creo que ambos hemos tenido mucha suerte de haber nacido en este tiempo.
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