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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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La ficción y la historia

Mario Vargas Llosa

Poseídos de deseos que dejan siempre rezagada a la realidad de sus vidas, condenados a una existencia que nunca está a la altura de sus sueños, los seres humanos debieron inventar un subterfugio para escapar a su confinamiento dentro de las alambradas de lo posible: la ficción. Ella les permite vivir más y mejor, ser otros sin dejar de ser lo que ya son, trasladarse en el espacio y en el tiempo sin salir de su lugar ni de su hora y protagonizar las aventuras más osadas del cuerpo, la mente y las pasiones sin arriesgar por ello la piel, perder la cordura y traicionar el corazón.La ficción puebla con vívidos fantasmas el vacío existencial sembrado en tomo nuestro por una fantasía que galopa, soliviantándonos de apetitos y ambiciones y exigiéndonos audacias, excesos, desmesuras, a nosotros, que apenas podemos andar en la estrecha jaula de nuestra condición. Ella es compensación y consuelo de las muchas limitaciones y frustraciones de que consta todo destino individual y fuente perpetua de insatisfacción, pues nada muestra tan gráfica y persuasivamente lo menguada y deleznable que es la vida real como volver a ella después de haber vivido, aunque sea de modo fugaz, la otra, la ficticia, la creada por la imaginación a la medida de nuestros deseos.

La literatura es sólo una provincia de aquella vastísima patria, pues la ficción se proyecta y ramifica en innumerables dominios, y no siempre a cara descubierta, como el espejismo que de veras es -asi ocurre en las novelas o en las películas, en las bellas artes o en el teatro-, sino disfrazada, a veces, de estricta verdad, revelada por Dios o descubierta en la Naturaleza o en la historia social por la sabiduría de los hombres. A diferencia de la ficción que se identifica como tal y cuya función. en nuestras vidas es enriquecedora o, por lo menos, benigna, la otra, la emboscada detrás de las suntuosas prendas de la religión o de la ciencia, puede ser maligna, una inconmensurable fuente de sufrimientos y de extravíos para la especie humana.

Para comprobarlo hay que leer el libro que acaba de publicar, en Francia, François Furet, el prestigioso historiador especialista en la Revolución Francesa, Le passé dune illusión, cuyo subtítulo expresa con más precisión el ambicioso empeño que lo guía: "Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX". Acabo de salir de sus casi seiscientas compactas páginas, que he leído en ese estado de trance en que sólo suelen ponerme las grandes ficciones, y, ahora, vuelto a la realidad de mi escritorio en el grisáceo invierno londinense, a la hechicera experiencia de su lectura han sucedido el espanto, la perplejidad.

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Su tema, el más importante sin duda entre todos los que han llenado de ruido y de furia el siglo que termina, no es la historia real del comunismo, sino la del extraordinario contraste que hay entre esta historia objetiva y su visión idealizada o mítica y la manera como esta última resultó, a lo largo de casi setenta años, sorbreponiéndose a aquélla y sustituyéndola para todos 10S efectos intelectuales y prácticos. Con el mismo minucioso rigor ole relojero con que analizó las grandezas y miserias de la Revolución del 79, Furet describe la más extraordinaria impostura histórica y política de que se tenga memoria y las posibles razones de que esta ficción llegara a reemplazar a la realidad en las mentes de tantos millones de hombres a lo largo de tanto tiempo.

No fue un engaño, sino un autoengaño, una elección. La gran mayoría quiso creer, prefirió la mentira a la verdad y se aferró a la ilusión en contra de los feroces desmentidos que le infligía la experiencia vivida, por idénticas razones a las que ciertas ficciones alcanzan esa credibilidad que las hace cruzar las edades, siempre lozanas: porque esa ficción llenaba un vacío, materializaba utopías ardientemente anheladas Y venía promovida por consumados ilusionistas políticos, maestros en el arte del embuste y la manipulación.

Furet muestra una vez más, con pruebas abrumadoras, lo ya demostrado hasta el cansancio: desde que Lenin desembarca en la estación de Finlandia y pone en marcha la revolución, así como en todas las etapas siguientes, hay suficiente información para saber que lo que está ocurriendo en la atrasada Rusia -una autocracia de siglos- es una atroz caricatura del sueño mesiánico de la sociedad sin clases, del paraíso del proletariado, del reino de la fraternidad colectivista. Y que, desde el asalto al poder por la minoría de revolucionarios profesionales encabezados por Lenin, el Partido Comunista elimina toda forma de pluralismo y democracia -interna y externa a la organización-y monopoliza todas las articulaciones de un Estado que, corno una hidra, extenderá sus tentáculos hasta las últimas extremidades del cuerpo social. Los grandes crímenes, la censura, la persecución del disidente, la cortina de humo ideológica para ocultar lo que es mera lucha de facciones o personas por el poder absoluto, el desprecio total a las más elementales formas de la consulta democrática y a los derechos humanos básicos, no son una perversión estalinista: son la realidad primera de la Revolución, unas reglas de juego y unos métodos que Stalin no hará más que perfeccionar hasta extremos demenciales.

Los ingredientes con que se erige la versión embellecida y falaz de este régimen de terror, varían en cada época y circunstancia, pero son, todos ellos, extraordinariamente eficaces, pues operan sobre gentes desinformadas y poderosas inteligencias, e, incluso, sobre las mismas víctimas, que, en el instante mismo de ser devoradas por el insaciable Saturno, hacen el panegírico de la Revolución y se inmolan por ella declarándose sus judas y arrepintiéndose de horrendos crímenes imaginarios.

El primero de estos ingredientes es el ideal libertario y justiciero de la, Revolución Francesa, del que la Revolución Rusa se apropia y del que aparece como heredera, su natural continuación y profandización_. Al mismo tiempo que encama el viejo sueño humanista e internacionalista de un mundo fraterno, sin naciones, clases ni explotadores, ella aprovecha el incombustible odio al burgués acumulado en por lo menos un siglo de diatribas literarias y abominaciones ideológicas contra ese monstruo de egoísmo, de mezquindad y de prejuicios, que por su amor al dinero y su materialismo habría destruido el espíritu y la solidaridad, envilecido la cultura, multiplicado las desigualdades e institucionalizado la explotación. La patria naciente del proletario es la alternativa a esa horrible sociedad individualista que ha sucumbido al culto de Mamón, un mundo donde se gesta el hombre nuevo ' solidario, ético, en el que, con la desaparición de la propiedad privada y la farsa del parlameritarismo burgués, el régimen colectivista y la clase obrera en el poder, se instalará por fin sobre la Tierra, para todos los hombres y

mujeres, la verdadera justicia y la verdadera libertad.

Los jerarcas soviéticos alimentan esta fantasía, halagando la vanidad y explotando la inocencia de ilustres intelectuales, que, luego del viaje moscovita, se convierten en entusiastas propagandistas del mito. Bernard Shaw ve realizado en la URSS el socialismo cauto de "la sociedad fábiana", H. G. Wells descubre en ella su utopía de la hermandad universal y Romain Rolland confirma que una voluntad pacifista guía todas las acciones de Stalin. Para una Europa que sale de la apocalíptica carnicería de la Primera Guerra Mundial, esta imagen, la de una URSS empeñada en poner fin a las guerras y lograr una paz universal entre las naciones, es un imán irresistible, al que sucumben, además de los marxistas, un amplio abanico de socialistas, socialdemócratas, radicales y cristianos convencidos, como Emmanuel Mounier, de que en la Unión Soviética está renaciendo el "comunitarismo" evangélico arrollado por el individualismo burgués.

La lucha contra el fascismo contribuirá de manera decisiva a dotar a la URSS de una aureola democrática, pese a todos los testimonios en contrario que salgan de su seno, y a mantener la ficción de que, comparado a la rigidez dictatorial y guerrerista de un Mussolini y al racismo sanguinario y a los planes imperialistas de Hitler, el régimen que preside Stalin, no importa cuán grandes los errores que cometa, represen ta un modelo social moralmente superior, de implícita generosidad e idealismo. Esto es cierto sólo en la retórica y en la propaganda, no en los hechos, pues los exterirúnios colectivos perpetra dos en la propia Rusia y en los países satelizados dentro de la llamada URSS, son tan despiadados como los que cometerán los nazis (y mucho más numerosos), pero esta evidencia, documentada una y mil veces, será re sistida con el argumento con el que alguien tan excepcionalmente clarividente sobre la verdadera naturaleza del comunismo como Raymond Aron, refutó a Hannah Arendt, que en su monumental Orígenes del totalitarismo presentó al comunismo y al nazismo como la cara y la cruz del mismo fenómeno: no se los puede identificar, aquél es superior a éste en el plano de la "intencionalidad ética".

El pacto germano-soviético, el reparto de Polonia que hacen Hitler y Stalin, y, más tarde, la formidable conquista territorial que consigue la URSS en la posguerra y consolida en Yalta -y que complementa con la instalación de un racimo de Estados vasallos en el corazón de Europa- no modifica sustancialmente, ante una amplia colectividad que desborda largamente a los catecúmenos del marxismo, la noción de que, pese a todo, el sistema comunista es recónditamente benigno, "el horizonte insuperable de nuestro tiempo", según Sartre, y de que, comparada con Estados Unidos y el resto del Occidente, la URSS simboliza el progreso de la razón histórica y de la justicia social.

Furet da ejemplos abrumadores de la impermeabilidad de esta ficción a toda refutación práctica. Los atropellos y persecuciones del maccarthismo en Estados Unidos, que duran unos cuatro años y envían a la cárcel u obligan a exiliarse a un puñado de personas, provocan en todo el mundo una indignación infinitamente mayor que el Gulag soviético, donde perecen veinte millones de personas, la inmensa mayoría de ellas sin otro delito que el de haber despertado los recelos de un poder paranoico. Y, hasta su mismo desplome, pocos discutirán seriamente la idea de la URSS como el gran campeón de anticolonialismo y de la liberación de los pueblos del Tercer Mundo de sus opresores imperialistas, pese a que un simple vistazo a un mapamundi y un mínimo esfuerzo de información bastaban para saber que jamás en la historia de la humanidad hubo un imperio como el moscovita, que devorara tantas tierras ajenas, colonizara tantos países, borrara tantas culturas y esclavizara a tantos hombres.

Por las páginas del libro de Furet desfila aquel ilustre, pero también patético, cortejo de militantes e intelectuales que tuvieron la lucidez de comprender la impostura y el coraje de denunciarla, en cada uno de los actos de la gran comedia. Bouris Souvarine, Víctor Serge, Bertrand Russell, André Gide, Panait Strati,Thomas Mann, George Orwell, Arthur Koestler, Raymond Aron, Albert Camus, apenas unos cuantos más. Su escaso número en comparación con la muchedumbre de los que callaron o mintieron y se engañaron y engañaron a los demás, ese ejército de cortesanos y de cómplices de lo que Robert Conquest llamó El Gran Terror, sobrecoge menos que saber que entre estos últimos figuran los príncipes de la inteligencia y la cultura de nuestro siglo, las voces canoras, los dramaturgos deslumbrantes, los maestros que nos enseñaron a pensar y a novelar.

Hay que agradecerle a François Furet el sobresaliente esfuerzo que ha llevado a cabo para impedir que el piadoso olvido -otra forma de impostura- caiga sobre esta ficción histórica, baldón y vergüenza de nuestro siglo. Porque sin una memoria vivida de aquella trágica experiencia, corremos el riesgo de que se repita. Pues, ya está visto: no podemos vivir sin mentiras y las -bellas y saludables- de la literatura no nos bastan.

Copyright Mario Vargas Llosa, 1995. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservadas a Diario EL PAÍS, SA, 1995.

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