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Otras razas humanas

Antonio Muñoz Molina

En los austeros libros de lectura de mi infancia, con hojas de papel áspero, sin colores y tapas de cartón, había siempre algún capítulo dedicado a las diferentes razas humanas representadas por ilustraciones que se parecían a las huchas de porcelana en forma de cabeza de negrito o de chino del Día del Domund. Las razas humanas, en aquellos libros, eran una cosa tan clara y tan clasificable como los puntos cardinales y las partes del cuerpo, y del mismo modo que éste se dividía en cabeza, tronco y extremidades, y que el aire estaba compuesto de nitrógeno y oxígeno, la especie humana se clasificaba en cinco razas, que aún ahora me vuelven en un orden automático a la memoria: blanca, negra, amarilla, cobriza y aceitunada. Con respecto a las cuatro primeras no solía haber ninguna duda, porque con el exotismo de los negros, de los chinos y de los pieles rojas ya nos habían familiarizado, las jornadas de ayuda a las misiones y las películas. Sobre la raza aceitunada en cambio, predominaba una notable vaguedad, lo mismo en su fisonomía que en su localización geográfica, y apenas recuerdo de ella una cabeza de pelo muy rizado y una nariz chata atravesada por un hueso.Años después, leyendo a García Lorca, descubrí que a Antoñito el Camborio le brillaban entre los ojos aceitunados bucles, y ese adjetivo tan infrecuente me trajo enseguida una sugerencia de piel oscura y aceitosa, de penumbra selvática de Nueva Guinea o Polinesia. Nunca logré aprender cómo era la raza aceitunada, pero ya da igual, y no sólo porque se hayan pasado de moda hace mucho tiempo las cabezas de porcelana de las cuestaciones del Domund, sino porque además cada vez está más claro que las clasificaciones raciales son una falsedad científica, un zafio invento racista. En Atlanta, estos días, en el corazón del sur de Estados Unidos, donde tanta injusticia y sufrimiento han sido justificados en nombre de las diferencias raciales, un congreso de biólogos y antropólogos ha desbaratado por igual las coartadas del orgullo de raza y del desprecio de raza, dándole con 60 años de retraso la razón al atleta negro Jessy Owens, quien al ganar su medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 contestó al nazi que le preguntaba si se sentía orgulloso de su raza: "Sí señor. De la raza humana".

No creo que haya trampas intelectuales y políticas más dañinas que las proporcionadas por la aplicación de los lenguajes y del simulacro de los métodos de la ciencia a la diversidad de los comportamientos humanos. Desacreditada o anticuada la religión, que hasta entonces se- había ocupado de esa tarea, a la ciencia le correspondió desde el siglo XIX justificar las mayores atrocidades y las más crueles diferencias sociales. Los proletarios del Londres victoriano eran miserables y sucios en virtud de graves deficiencias fisiológicas, de las que por fortuna estaban exentas las clases rectoras.

A los criminales se les podía descubrír aún antes de que cometieran un delito midiéndoles las curvaturas del cráneo. La débil¡-. dad mental de los negros, científicamente demostrada, hacía necesario el establecimiento de colonias europeas en África. Las mujeres, por su propia naturaleza, estaban destinadas al hogar y a la maternidad.

Las aberraciones médicas del nazismo en modo alguno fueron inventadas en la Alemania de los años treinta: pertenecen a una respetable tradición europea y norteamericana de falsedad científica, del mismo modo que los hornos crematorios y las cámaras de gas pertenecen a la tradición de eficacia de la industria alemana. Justo ahora, con la izquierda extinguida y la derecha más fanática arrasándolo todo, en Estados Unidos vuelve a extenderse la idea de que la mayor parte de los negros son pobres no por culpa de una organización social cruel e injusta, sino por ciertas deficiencias cerebrales que los condenan a ser más tontos que los blancos.

Siempre son falsas tales apelaciones a la ciencia, y siempre son temibles, aunque revistan un aire de buena voluntad, incluso de progresismo. Yo conocí a un fotógrafo nacionalista andaluz que andaba por ahí con su cámara buscando ejemplares puros de la raza andaluza, igual que Sabino Arana peregrinaba por los caseríos en busca de bizkainos no contaminados por la mugre racial española.

Hay similitudes básicas y diferencias infinitas entre los individuos, y en ese juego de la semejanza y la pluralidad seguramente residen el valor más alto y las posibilidades de alegría, libertad y dolor que a cada uno nos corresponden. Pero no creo que haya identidades de grupo, de nación o de raza que no sean tiránicas, aunque se apele a un simulacro de ciencia para justificarlas. Observo a mujeres muy progresistas felicitarse por no sé qué informe -por supuesto científico- en el que, al parecer, se demuestra que las mujeres son más inteligentes que los hombres, y me pregunto cuál es la diferencia con otros informes científicos en los que también se demostraba que los hombres son más inteligentes de las mujeres, o que los chinos son más trabajadores que los negros, etcétera. A una crítica literaria le oí una vez la teoría de que las mujeres escritoras retrataban mejores personajes secundarios que los varones escritores, dado que la mujer está más alejada del poder, más atenta a lo cotidiano. Otra escritora declaró hace poco que las mujeres tienen más memoria, de ahí que, como todo el mundo sabe, los libros escritos por mujeres suelan estar más poblados de recuerdos que los escritos por hombres. Yo me pregunto casi cada día qué clase de opio o de consuelo hay en las identidades colectivas para que tanta gente quiera afiliarse a ellas, protegerse o fortificarse en la invención de sus rasgos comunes. Los hombres y las mujeres se parecen sobre todo en su capacidad para ser inteligentes o idiotas, bondadosos o canallas, honrados o corruptos, incluso para escribir buenas o malas novelas pobladas o no de recuerdos y de personajes secundarios. Pero tengo la sensación de que tantos años después de las enciclopedias de razas humanas hay personas, hombres y mujeres, interesadas en volver a clasificarnos científicamente a todos, en someternos a identidades tan fijas, tan sonrientes y de porcelana como la de aquellas cabezas de las huchas del Domund.

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