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Salvarlo de la quema

Cuando se cumple un año del incendio, consunción e irreparable reducción a escombros de lo que fue ya no es el Gran Teatro del Liceo, avanzan con paso firme, según me dicen, las obras de reconstrucción. Nada más lejos de mi ánimo que resucitar ahora la vieja polémica que surgió a raíz del incendio y en la que entonces participé, quizá con más vehemencia que acierto; si la menciono es sólo para recordar hasta qué punto el Liceo y lo que representa es importante para Barcelona y los barceloneses. Sí quiero en cambió aprovechar la ocasión que me depara esta fecha para abordar el tema del nuevo Liceo desde otro ángulo.Ante todo, creo que todos debemos felicitarnos por el hecho de que la reconstrucción se esté llevando a cabo, y más aún porque a ello hayan contribuido, además de la competencia administrativa y técnica de los responsables directos de la reconstrucción, algunos factores poco usuales, como por ejemplo, la generosidad o, cuando menos, la flexibilidad de los antiguos propietarios y la oportuna reaparición, después de un largo período de atonía, de la probada capacidad de Pasqual Maragall para movilizar y aglutinar fuerzas diversas y heterogéneas.

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Pero no debemos dejarnos engañar por la mera forma. Una cosa es que el Liceo vuelva a tener el aspecto que tenía y otra, que haya de renacer como calco de una institución que, por varias razones, se había vuelto algo anacrónica.

No creo equivocarme mucho ni ofender a nadie si digo que antes de su desaparición el Liceo arrastraba una existencia precaria y maltrecha, artísticamente mediocre y económicamente catastrófica. En este sentido, el incendio nos brindó una oportunidad única: la de replanteamos el Liceo como institución, la de hacer tabla rasa, liberados del peso muerto de la historia, pero provistos de un público fiel, una tradición sólida y una infraestructura organizativa y humana de primera calidad. El precio elevadísimo que por otra parte acabaremos pagando todos por esta oportunidad nos obliga a no desaprovecharla.

Creo que sería un error emprender la reconstrucción del Liceo maniatados por la fidelidad. a un pasado que en muchos sentidos es sólo una tergiversación histórica y que en los últimos tiempos ni siquiera fue glorioso; ni impulsados por el afán de imitar a otros teatros de otras ciudades, de los que podemos aprender mucho, pero cuyas circunstancias no son las nuestras; ni menos aún movidos por el deseo de complacer exclusivamente a un público tradicional que hasta hoy ha sido relativamente numeroso y rico, pero cuya perpetuidad nada nos garantiza, del mismo modo que riada garantiza la magnanimidad eterna de un erario público dispuesto a sufragar el enorme déficit que supone un planteamiento tradicional.

No soy un experto en la materia, pero estoy convencido de que el futuro de la ópera pasa necesariamente por su renovación, tanto en lo que atañe al repertorio como a su concepción como espectáculo. La revitalización mundial de la ópera en las últimas décadas empieza a dar señales claras de agotamiento, y si no pasa algo pronto, la ópera corre peligro de responder de nuevo a la manida caricatura del decorado de cartón piedra y los gorgoritos de un cetáceo. Algunas manifestaciones marginales recientes, como la llamada gala de los tres tenores, no auguran nada bueno.

Por suerte (buena o mala, pero suerte al fin) el incendio nos brinda la oportunidad de salvarnos de esta quema. Igual que hace un año pensaba y sostuve que la creatividad arquitectónica de Barcelona podía dar una respuesta actual y válida a la necesidad de reconstruir el Liceo, hoy pienso, que del mismo modo Barcelona puede hacer una aportación personal interesante al espectáculo operístico en sí.

No es un secreto para los aficionados al teatro, que Barcelona está experimentando en este terreno un notable cambio, tanto cuantitativo como cualitativo. Dicho en otras palabras, el teatro en Barcelona empieza a estar a la altura del mejor teatro de Europa. Esto ha sido posible gracias a la feliz confluencia de varios factores: el talento de varios directores, la calidad de muchos actores y actrices y una acertada gestión pública, consciente de que las instituciones culturales no son empresas privadas con fondos públicos, sino fondos públicos destinados a potenciar y apoyar la iniciativa, el esfuerzo y el talento individual cuando las circunstancias lo justifican y lo requieren. Quizá en menor medida por su mayor dificultad, también en el terreno de la música se advierten síntomas de renovación.

Sólo estoy haciendo una modesta proposición que no debe asustar a nadie: no propugno un giro radical ni un vanguardismo iconoclasta tan trasnochado como su contrario. Tampoco estoy criticando nada ni a nadie, puesto que nada hay aún que criticar, ni tengo razón alguna para dudar de la competencia del equipo que actualmente gestiona el Liceo in pártibus, infidélium. Sólo digo que, si estamos levantando de la nada un nuevo teatro de la ópera, lo hagamos contando con las posibilidades teatrales y musicales de que dispone Barcelona en estos momentos. Menospreciarlas equivaldría a hacer una reconstrucción arquitectónica del Liceo para embutir de nuevo en ella lo que había antes; y que esto sería una lástima desde muchos puntos de vista.

El riesgo que supondría aceptar el reto de la modernidad a la hora de replantearnos el Liceo es pequeño: Barcelona sigue embarcada en tantos macroproyectos de porvenir incierto, que, en el peor de los casos, un nuevo traspiés apenas nos haría mella. Y, a cambio de este riesgo, tal vez llegaríamos a descubrir y explotar nuestras posibilidades reales en un campo en el que hasta ahora nunca nos hemos atrevido a llevar la voz cantante.

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