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La barbarie y el lirismo copan las pantallas

La industria del cine consolida su doble apuesta por el intimismo y la violencia

El vídeo y las múltiples cadenas de televisión permiten obras con mayor libertad creativa

La contradicción entre la barbarie y el lirismo da variedad a las actuales carteleras de cine en todo el mundo y responde a la diversificación, de la oferta cinematográfica -iniciada hace más de una década- en escalones sucesivos de exhibición: sala colectiva, cable, vídeo y televisión al aire. Esta diversificación genera -justo cuando la industria del cine celebra su primer siglo-, por un lado, demanda de unos pocos filmes de gran espectáculo, películas con gran tirón inicial de espectadores -lo que apuntala la idea de su explotación instantánea o ultrarrápida: consumo masivo en el mínimo tiempo posible-; y, por otro, gran cantidad de filmes de pequeño presupuesto que, a la manera de las antiguas series B del Hollywood clásico, están destinados a llenar los grandes huecos de programación con películas de menor audiencia, pero en las que, como contrapartida, los cineastas gozan de una mayor libertad creativa y, por ello, mantienen el fuego sagrado del desarrollo futuro del lenguaje cinematográfico.Un repaso a los últimos meses da idea de que esta duplicación de tendencias se acentúa e incluso consolida. En el Festival de Berlín triunfó En el nombre del padre, un espectacular filme político británico, ideológicamente radical y violento, dirigido por el irlandés Jim Sheridan. EI de Cannes consagró la figura del cineasta independiente estadounidense, escritor de thrillers y pionero de la recuperación del cine policiaco, Quentin Tarantino, que escribió y dirigió Pulp fiction. En el de Venecia, el doblete de vencedores abarcó a una película muy dura, también con rasgos de thriller, sobre la guerra en la antigua Yugoslavia -Before the rain, dirigida por Milko Manchevski-, y al controvertido videoclip -escrito por Tarantino y dirigido por Oliver Stone- Asesinos natos.

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Tampoco estuvo al margen de esta tendencia el Festival de San Sebastián, donde salió triunfante el durísimo thriller político Días contados, dirigido por Imanol Uribe, que por ahora cierra esta tendencia de recuperación del filme de acción violenta, endurecido por el vertiginoso desarrollo de los juegos de prestidigitación de los efectos especiales, que intentan y logran convertir la plástica del baño de sangre en un fin en sí mismo, en objeto cinematográfico que por sí solo garantiza una audiencia masiva. En la misma línea hay que situar las, por otro lado blandas, superproducciones Mentiras verdaderas, con Schwarzenegger, y Peligro inminente, con Harrison Ford.

Esta línea dura -recordemos que en el rodaje de Asesinos natos se necesitaron 2.000 litros de falsa sangre- está también en películas con poco presupuesto, como Bad lieutenant, dirigida por Abel Ferrara; el esperpento español Justino, historia de un asesino de la tercera edad; El detective y la muerte, película compleja e incatalogable, escrita y dirigida por Gonzalo Suárez; Lamerica, epopeya del infierno albanés realizada por Gianni Amelio; Posibilidad de escape, donde Paul Sclirader alcanza una madurez como director que sólo tenía como guionista, y Exótica, obra singular del canadiense Atom Egoyan.

La marejada de cine duro ha llegado incluso a gente tan fuera de las presiones del consumo como Woody Allen, que a Misterioso asesinato en Manhattan añade un nuevo thriller cómico: Bullets over Broadway. Y ni siquiera filmes históricos como La reina Margot, que fue triunfo en Cannes, y es lo mejor de la producción francesa del último año, escapa al cerco de sangre enlatada. Y añadamos versiones de mitos románticos como la de Neil Jordan en Entrevista con el vampiro, y la de Kenneth Branagh en Frankenstein de Mary Shelley, sin olvidar Quemado por el sol, dirigida por Nikita Mijalkov; Fresh, dirigida por Boaz Yakin; El gran salto, de los hermanos Coen; el melodrama mexicano de Arturo Ripstein La reina de la noche, y Mi hermano del alma, del español Mariano Barroso.

Contrapunto del espectáculo del tiro en la nuca y el degüello son obras de línea suave que sitúa a una parte significativa del cine de 1994 en el polo opuesto: lirismo puro, como el de Vania en la calle 42, conjunción de los talentos de Chéjov, Malle, Mamet y Gregory; la china Vivir, nueva obra de Zhan Yimou; Blanco y Rojo, los dos últimos Tres colores del polaco Kieslowski; Fresa y chocolate, que abrió las puertas del mundo al cubano Tomás Gutiérrez Alea; Entre los olivos, una exquisitez del iraní Abbas Kiarostami, ganadora del Festival de Valladolid; Ladybird, ladybird, obra cumbre de Ken Loach; Caro diario, filme artesanal de Nanni Moretti; las británicas Cuatro bodas y un funeral (Mike Newell), Tierras de penumbra (Richard Attenburough), Lo que queda del día (James Ivory), y, de nuevo en Estados Unidos, la facilona reaparición de Tom Hanks en Forrest Gump, que puede volver a barrer en los oscars que vienen.

Y las españolas Canción de cuna, que ha llevado nuevamente a José Luis Garci a la lucha por el Oscar; Después de tantos años, delicada revisión de Ricardo Franco de El desencanto; la triunfadora en Venecia La teta y la luna (Bigas Luna); Todo, es mentira (Fernández Armero); Los peores años de nuestra vida (Martínez Lázaro); Amor propio (Mario Camus), y Todos los hombres sois iguales (Gómez Pereira).

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