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El pacto entre Estado y mercado

Me llegan consensos y disensos (o al menos perplejidad y solicitudes de aclaraciones) igualmente numerosos sobre una idea -por lo demás nada nueva ni peregrina- que adelanté en el periódico La Repubblica del pasado 23 de septiembre ('El mercado del bienestar') es decir, un desarrollo de los bienes sociales que permita mejorar la calidad de vida colectiva y fomentar el empleo. Me parece útil volver a ello, en un intento de integrar y de clarificar.Resumo el tema con alguna que otra variación. Nuestras sociedades ricas son cada vez más inicuas. Entre los aspectos más inicuos destacan dos en concreto: la desproporción en tre bienes colectivos y bienes privados (que genera pobreza social) y el desempleo masivo. Estos dos escándalos de la abundancia están conectados. El desempleo nace, en buena parte, del hecho de que, en el sector privado, el aumento de la producción se obtiene cada vez en mayor medida mediante el aumento de la productividad, dejando escaso margen a la creación de nuevos puestos de trabajo. La escualidez pública nace del hecho de que, puesto que en el sector de los bienes sociales no puede obtenerse un aumento de la producción me diante aumentos significativos de la productividad, sus costes (a igualdad de salarios entre los dos sectores) crecen sistemáticamente.

¿Cómo se reacciona ante este mal de los costes sociales? Limitando la cantidad y empeorando la calidad de los bienes sociales (sanidad, enseñanza, medio ambiente, servicios públicos, asistenciales y culturales) y, por tanto, agravando la pobreza social y bloqueando el aumento del empleo. ¡Es un error! La solución no está en reducir la oferta, sino en aumentar la demanda de bienes colectivos. Los costes sociales de estos bienes son en buena medida imprescindibles. La cuota de recursos que una sociedad destina a los bienes colectivos no es un índice de ineficiencia, sino de civilización. Debe crecer con el crecimiento de la riqueza. Es necesario, pues, un trasvase constante del gasto nacional: una parte de los recursos pro ducidos en el sector de los bienes privados, obtenidos principalmente gracias a aumentos de la productividad, debe emplear se en el sector de los bienes sociales. Pero, ¿cómo? La producción de los bienes colectivos está confiada al Estado, al que correspondería efectuar el trasvase, aumentando constante mente la presión fiscal y el gasto público. Hipótesis claramente impracticable.

Hay tres modos alternativos de resolver el problema. Primero, más que aumentar el gasto público (y la presión fiscal), el Estado debe redistribuirlo, cambiando radicalmente de prioridades. Ejemplos evidentes e indecentes: seguimos llenando de cemento el territorio con obras públicas de dudosa utilidad y de seguros estragos medioambientales en vez de defenderlo, y con consecuencias catastróficas ante las que, año tras año, fingimos hipócritamente sorprendernos; seguimos dejando que arruinen nuestros bosques; dejando que envenenen y congestionen nuestras ciudades. El gasto público no se programa conforme a prioridades sociales, sino que se confía a la presión de los intereses y a la deriva de la inercia. Un ilustre economista propuso irónicamente en los años setenta abolir durante veinte años el término, del que hasta entonces se había abusado, de programación. Han pasado ya esos veinte años sin que la abstinencia haya servido de gran cosa. ¿Podemos volver a hablar de programación?

El segundo modo consiste en organizar un trasvase del gasto privado al público a través de una mercantilización regulada de los servicios sociales. La mercantilización pura y simple de los bienes sociales auspiciada por los chicos de Chicago, nos devolvería a los tiempos de Dickens, a condiciones de repugnante iniquidad. Pero se pueden domesticar los espíritus animales del mercado y servirse de ellos para fomentar el bienestar social. Los grandes servicios sociales, como la enseñanza y la sanidad, pueden ser desarrollados mediante concesiones por entidades autónomas que operen en competencia, observando vínculos de equidad, reglas de no exclusión y normas de eficacia, controladas y sancionadas por autoridades públicas, dotadas de gran autonomía.

Los costes no remunerables, como las prestaciones gratuitas para los estratos sociales desfavorecidos, pueden ser financiados por el Estado en forma de aportaciones a los productores de los servicios. Se puede eximir de impuestos el gasto de los usuarios. Sé bien que eso comporta una revolución del Estado social. Pero, ¿preferimos quizá conservar la cáscara mientras el contenido se degrada? ¿No es mejor que el Estado renuncie a gestionar y comience a gobernar? Además, la mercantilización regulada permite satisfacer necesidades hoy completamente abandonadas. Los ejemplos abundan. Hemos instituido decenas de parques nacionales, regionales, de recursos naturales, que son prácticamente imposibles de gestionar por falta de dinero, de medios técnicos, de personal especializado, de vigilancia. ¿Qué impide confiar la gestión a entidades que, comprometiéndose a observar rigurosamente las reglas de pro tección, puedan desarrollar, bajo control, actividades rentables, producciones y servicios compatibles con esas reglas y que atraigan, a través de estímulos de mercado y de la publicidad, el gasto de los ciudadanos? Esto mismo vale para el inmenso patrimonio arqueológico, expuesto al saqueo sistemático. Y para los servicios urbanos de seguridad, de información, de asistencia. Los ciudadanos están poco dispuestos. a pagar los impuestos a un Esta do remoto e ineficaz. Sin embargo, no tienen inconveniente en pagar precios, tarifas y con tribuciones por servicios reales, visibles, controlables.

El tercer modo de organizar el trasvase consiste en ayudar a quien ayuda. Por todas partes se desarrollan iniciativas sociales, culturales y asistenciales que son expresión del llamado tercer sector, que, sin embargo, carece de apoyos normativos, financieros, informativos. En concreto, la asistencia a quien ayuda voluntariamente a los inmigrados, incapacitados y tóxicodependientes tiene vergonzosas carencias. Aquí se trata no de inventar, sino de responder a una prodigiosa oferta de imaginación y de solidaridad, haciendo disponibles espacios e infraestructuras, facilitando acceso a redes de información y de servicio, favoreciendo fiscalmente e incentivando financieramente -recurriendo de manera privilegiada al ahorro- las iniciativas sociales voluntarias y desinteresadas.

Resumiendo, se trata de salir de un atolladero paralizante entre las faltas del Estado y las faltas del mercado, que tiene su origen en una contradicción profunda, típica de nuestras sociedades, entre las necesidades colectivas cada vez más apremiantes y las reivindicaciones de autonomía cada vez más exigentes. La organización de un nuevo espacio económico-social en el cual el Estado, el mercado y las asociaciones compitan en nuevas combinaciones institucionales permitiría salir de la presión de esta contradicción, restablecer el equilibrio entre bienestar privado y bienestar colectivo (si perdurase el actual desequilibrio, también el bienestar privado se vería afectado), abrir nuevas fronteras al empleo, acrecentar el nivel de responsabilidad de los ciudadanos, que no pueden pretender tener servicios esenciales para su bienestar sin pagarlos, pero que tienen razón al pretender ejercer su poder para elegir, participar en los costes en medida equitativa y controlar la calidad de las prestaciones.

No ignoro en absoluto las dificultades de un proceso así de redistribución del gasto. Dificultades técnicas: presupone una gran eficacia del instrumento fiscal, pero hay, sobre todo, dificultades políticas y culturales. Desafiar la contradicción maniquea entre el Estado y el mercado significa salir de una dialéctica estéril. Significa desafiar al conservadurismo, que no es sólo de la derecha, sino del que también la izquierda está fuertemente impregnada. También en el mundo progresista está muy difundido el malestar por las innovaciones. La convicción del Eclesiastés de que no hay nada nuevo bajo el sol y la de Parménides de que nada se mueve en este mundo está inconfesablemente enraizada. Pero, que yo sepa al menos, ni el Eclesiastés ni Parménides pretendían ser considerados progresistas.

Giorgio Ruffolo pensador italiano y fundador de la revista Micromega, fue ministro de Medio Ambiente.

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