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Años negros

En tiempos turbulentos, la desmemoria se generaliza, el descontento busca explicaciones someras y, bajo mascarilla de honda higiene social, aparecen vociferantes cantamañanas que, haciendo del presente lo peor de lo peor, acentúan la turbulencia, carean aviesas descripciones, y lanzan truculentas advertencias, al tiempo que se erigen en guías fundamentalistas de todo lo decente y salvable, que, por cierto, ya nada vendría a serlo de suyo a excepción de ellos mismos saben, en fin o al fin, lo mucho que a deshora presuponen y, en justa prepotencia replicante, escupen contra aquello que no les cuadra. Estos salvapatrias airados pueden proceder por igual de la riqueza que de la pobreza, ser medio cultos o cabalmente cortezudos, irles la bolsa en ello o el más simple prurito rencoroso de darse la razón con lo que caiga. Su valentonada consiste enjugar sucio; es decir, sin miedo a esas palabras que alardean de simplicidad y frescura para ocultar que son, antes que nada, cúmulo de bajeza.Viene esto a cuento, aunque no lo parezca, de un puñado de cartas que Céline envió, entre 1938 y 1947, a la redacción del semanario Je Suis Partout. Convertidas en libro, Lettres des années noires. (Berg International Editeur, París, 1994), son ahora motivo de agria polémica, pues el próximo martes la justicia francesa tendrá, que decidir si esa obra debe ser o no retirada de la circulación. La viuda. del autor, Lucette Destouches, evoca, en la demanda de secuestro, él "derecho moral". La editorial, en cambio, enarbola el "derecho del público" a ser el receptor natural de toda la información posible acerca de cualquier gran escritor. Pero, al margen de ese forcejeo legalista, está la cruda realidad de esas cartas fascistoides y dementes, escritas en el estilo panfletario de Bagatelles pour un massacre. Céline se convierte ahí en modelo ideal de tantos polemistas cargados de razones patrióticas; es más: alcanza la categoría esperpéntica de una caricatura lograda.

Por principio, el autor de Viaje al fin de la noche echa mano del lenguaje insultante, que, como todo populista sabe, siempre que no ande por ahí chupándose algún dedo por la tercera vía, la mala fe o las ramas de la nostalgia- es el que antes y mejor cala. Además, tiene el ingenio pronto para poner motes, ridiculizar al adversario y, de paso, provocar la carcajada sanota en los lectores cabreados. Esa comicidad -demagógica no logra camuflar, sin embargo, ni el origen (la paranoia) ni el meollo activo (el odio) de sus moralizantes arengas para salvar a Francia de judíos, mestizos, bohemios, maricones y socialistas. Su deseo, por si el exterminio no cuaja, llega a plasmarlo en la brillante. idea de un país dividido en dos partes: al sur, la mugre; al norte, el paraíso de los celtas.

El redactor jefe de la revista a la cual Céline dirigió esas cartas era Robert Brasillach, fusilado en 1945 por colaboración con los ocupantes nazis. A este escritor le gustaban Virgilio,y Corneille, conocía como pocos la antigua poesía griega, y sus narraciones tenían tal encanto (Comme le temps passe) que nadie hubiese sospechado que iba a encontrar en el fascismo "la poesía del siglo XX". Más escéptico y frágil que Brasillach, Drieu la Rochelle se suicida el mismo año en que fusilan a su amigo. Pero antes le había dado por el moralismo y, luego de escribir varias novelas hermosas (Une femme á sa fenêtre, Réveuse bourgeoise), depositó todas sus débiles esperanzas en el "hombre fuerte" hitleriano, que, como él mismo reconoce, sólo existe cuando suena la señal del combate y cabe entonces transformar la matanza en proeza. Puede haber, pues, en esa zona norte de los salvapatrias, y por más que en España carezcamos de pruebas excesivas, talentos entregados al delirio de ver peligros graves en todas esas cosas que suceden a pesar suyo. Eso no puede conducirnos de nuevo (y así empieza lo obvio) al tacticismo de elogiar, por sistema, inclusive las manchas más precisas de aquello que, en conjunto, la intolerancia ataca. Pero tal vez llegó la hora de referir y repetir, sin más bochorno que el de la edad propia ni más hastío que el de fin de siglo, asuntos que pensábamos caducos. Para que nunca vuelvan aquellos años negros.

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