La declaración de Casablanca
TODO Y nada al mismo tiempo. Grandes planes de reconstrucción económica y falta de decisiones prácticas sobre el terreno. Ésos son los resultados, que, sin embargo, no habría que despachar como una mera declaración de buenas intenciones, de la cumbre de Casablanca, donde Israel y los Estados árabes más próximos a Washington se han concertado para hablar de un progreso económico común.En esencia, la declaración de Casablanca propone la creación de un banco internacional para asistir al desarrollo de la región con un capital inicial de 10.000 millones de dólares, que trabajaría para un mercado de 300 millones de consumidores. El gran arquitecto del proceso de paz palestino-israelí, el ministro de Exteriores de Tel Aviv, Simón Peres, es también la fuerza intelectual que mueve este poderoso y esperanzador intento de asentar la geopolítica de la región sobre las mejores bases de un mutuo interés económico.
Pero, una vez establecidas metas tan estimables, comienzan, inevitables, los problemas. Ese banco es todavía una entelequia. No se ha hablado de estatutos, composición, organización, e insuficientemente de aportaciones de capital. Arabia Saudí, que verosímilmente habría de ser uno de los grandes contribuyentes netos, ha mostrado su escepticismo sobre la conveniencia de fundar un nuevo aparato institucional en la zona. Por respeto a su aliado norteamericano, el príncipe Sultán, jefe de la delegación saudí en la cumbre, no ha discutido lo bien fundado de los propósitos; financiación hace falta, ha dicho, pero ya somos muchos para regentarla. Por añadidura, el representante de Riad ha evitado cuidadosamente encontrarse en la reunión de tres días ni una sola vez con los delegados israelíes. Indudablemente, Estados Unidos tendrá que trabajar aún bastante en el frente diplomático para que el desistimiento saudí no haga imposible la operación.
Pero son otros los factores que hacen aún más problemático el arranque de tan notable iniciativa. En primer lugar, las ausencias. Si las de Irán e Irak parecen inevitables, dadas las pésimas relaciones entre esos Estados y Washington, por no decir Israel, la de Siria resulta más preocupante. Por supuesto que la falta de un tratado de paz entre Damasco y Tel Aviv, en cuya consecución trabaja el presidente Clinton, hacía prematura cualquier invitación, pero a nadie se le oculta que sin Siria cualquier mercado común en la, región sería como un rompecabezas incompleto. Y la capacidad de estorbo político que es capaz de desplegar el régimen de Hafez el Asad es todavía considerable.
Segundo factor determinante es el propio proceso de paz, de cuya marcha dependerá el desarrollo de todo plan de cooperación económica en la zona. La autoridad palestina estaba debidamente representa da por el presidente Arafat, puesto que la adecuada financiación de la autonomía es una exigencia inevitable para que salga adelante el plan de paz. Pero no es en este caso el factor económico, sino el político, el que va a determinar el curso de los acontecimientos. Si la autonomía se consolida y progresa hacia el establecimiento de una entidad política, palestina en los territorios que, para entonces, ya habrán dejado de ser ocupados, podrá existir algún día algo parecido a un mercado común entre Israel y una parte del mundo árabe circundante. Pero no al revés. El éxito económico no es, por tanto, pensable si no se da por anticipado el éxito político.
La declaración de Casablanca es, en definitiva, un magnífico propósito. No es todavía el despunte de una realidad, pero todo objetivo requiere los propósitos. Y éstos se han dado en Casablanca.
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