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La intimidad del tirano

Antonio Muñoz Molina

Parece ser que los grandes malvados, como los grandes genios, pierden mucho si se les observa de cerca. Lo que más nos sorprende al leer los detalles de la vida personal de Franco, que cuenta Paul Preston, es la vulgaridad de sus gustos, la escala trivial de. sus aficiones y sus costumbres. Carlos Castilla del Pino visitó una vez la biblioteca del palacio de El Pardo y en sus anaqueles sólo vio algunos volúmenes del anuario de la Diputación Provincial de La Coruña. En el libro de Preston, uno de los testimonios más reveladores sobre el carácter de Franco lo da el sacerdote que fue su capellán durante medio siglo: "Quizá era frío, como han dicho algunos, pero nunca lo aparentó. En realidad nunca aparentó nada".Atribuimos instintivamente a los dictadores una grandeza monstruosa, una envergadura de bajos de ópera. consagrados al ejercicio continuo de la dominación y la crueldad. Y luego se descubre, anos o, décadas después de su muerte, que al final de los corredores protegidos por guardias y al otro lado de los muros y de las puertas herméticas no había un minotauro cruel y espantosamente solo, una máscara fría de la maldad y el daño, sino un hombre aburrido y mezquino que se levanta muy tarde y recibe despeinado y en pijama a sus subordinados, y que es posible que se quede dormido mientras los ministros de su Gobierno debaten la conveniencia de proceder a una campaña de ejecuciones públicas.

"Detrás del rostro que nos mira no hay nadie", dice Borges: la estatua de bronce del dictador está hueca, su mano tiesa y tiránica no cede en su gesto de admonición cuando la estatua es derribada, su cara no se inmuta cuando el retrato oficial es arrancado de la pared y arrojado al fuego. Nos aterra imaginar inteligencias poderosas consagradas al ejercicio y al cálculo de la perversidad, pero en el fondo de ese miedo hay un instinto literario de magnificación.

Por algún motivo el arte moderno siempre convence más en la representación del mal absoluto que en la del bien, así que cuando se descubren los verdaderos rasgos de un canalla o de un tirano la falta de costumbre induce a la decepción. Los escualos más letales de la especulación financiera resultan ser individuos que consultan echadoras de cartas y que en los restaurantes de lujo se tapan la boca con la mano izquierda y usan el palillo de dientes con la derecha. En su vejez, el general Franco, a quien los jóvenes de izquierdas imaginábamos dotado de una maldad infatigable y omnisciente, pasaba las tardes en el palacio de El Pardo jugando al mus o a la brisca, miraba luego un poco la televisión, rezaba el rosario con doña Carmen Polo y se acostaba a una hora prudente. "Se sienta Franco a la mesa de España", había escrito Pablo Neruda, "encapuchado, y roe sin descanso": pero es más siniestro ese anciano que juega a la brisca y reza el rosario, que tal vez se queda dormido con la boca floja delante de un televisor .

Por aquellos años últimos de nuestra dictadura no era infrecuente que quienes odiábamos a Franco albergáramos una admiración simultánea hacia Mao Zedong, lo cual es un indicio del rigor intelectual y político de nuestro pensamiento de izquierdas.

Mao era entonces como un padre gordo y bondadoso, un revolucionario firme y a -la vez bonachón, un sabio que combinaba el marxismo leninismo y la delicadeza de la poesía oriental. Después empezó a saberse que había sido un genocida megalómano no inferior a Hitler ni a Stalin, pero en ese retrato había una parte involuntaria de grandeza.

Ahora se acaba de publicar en Inglaterra The private life of chairman Mao, que es el testimonio de quien fue el médico personal del tirano, y lo que se descubre con pavor es la banalidad que hay en el centro del poder absoluto, el vacío que oculta la máscara, la pura nada que está en la cúspide de los peores espantos. El habitante de la cámara más secreta de la Ciudad Prohibida no se lavaba nunca, dormía a deshoras, pasaba semanas en pijama, no permitía que ningún otro avión sobrevolara la extensión de China mientras él viajaba en el suyo, se hacía suministrar concubinas cada vez más jóvenes, en la creencia de que las secreciones sexuales de las muchachas vigorizan al viejo que se acuesta con ellas. Sus viajes en tren eran eternos: si se quedaba dormido, el tren en que viajaba debía inmediatamente detenerse, y sólo reanudaba la marcha cuándo el Gran Timonel abría los ojos.

Probablemente ningún otro hombre ha gozado de un poder tan ilimitado y arbitrario en la historia del mundo: la libertad absoluta que reclama para sí el Caligula de Albert Camus sólo ha podido cumplirle gracias a la alianza entre tecnología y barbarie del siglo XX. Pero detrás de todo hay una sensación de fraude y mediocridad, y quien fue héroe y resultó ser verdugo acaba revelando una vana identidad de impostor. A mediados de los años setenta, mientras el general Franco agonizaba envuelto en una telaraña de cables y tubos y murmullos de rosario y algunos jóvenes flacos y pálidos predicaban en las universidades españolas la buena nueva de la revolución cultural, el presidente Mao, caduco y misántropo, blando, desaseado y temblón, perdido en una remota irrealidad de sonambulismos e insomnios, lloraba miserablemente de soledad y de miedo a la muerte cuando creía que nadie estaba espiándolo.

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