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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Revisión autonómica

EL PRIMER debate general sobre el Estado de las autonomías llega quince años después de la aprobación, en el otoño de 1979, de los primeros estatutos. Pero su celebración en el Senado coincide también con un momento en el que las circunstancias políticas han puesto a prueba algunas de las virtualidades atribuidas al modelo de descentralización diseñado por la Constitución. De ahí el interés, pero también la inquietud, con que se aguarda. El debate constituye a la vez el primer ensayo de las reformas introducidas en el reglamento del Senado para acercar su función real a la teórica de Cámara de representación territorial.Cualesquiera que fueran los motivos que determinaron la opción de generalizar las autonomías a todo el territorio -y no sólo a Euskadi, Cataluña y tal vez Galicia, que era la propuesta alternativa-, hoy sabemos que hubiera sido imposible evitarlo; que, de todas formas, la dinámica de emulación y agravios comparativos habría hecho surgir reivindicaciones territoriales por todas partes, pero sin un marco institucional capaz de canalizarlas. De hecho, ya había ocurrido en la Segunda República: en los primeros meses de 1936, hasta ocho regiones -Valencia, Castilla y León, Aragón, Andalucía, Canarias, Baleares, Asturias y Extremadura- iniciaron o aceleraron los trámites para la elaboración de sus propios estatutos, siguiendo la senda iniciada años antes por vascos, catalanes y gallegos.

La efervescencia actual tiene que ver con la equiparación competencial de las comunidades de régimen común, actualmente en marcha en aplicación de los pactos autonómicos suscritos en 1992 por el PSOE y el PP. Los nacionalistas catalanes vieron con reservas esa equiparación por considerar que la frontera entre nacionalidades y regiones establecida por la Constitución quedaba desdibujada; que, en la práctica, sólo el País Vasco y Navarra, merced a su sistema de financiación privativo, se diferenciaban en materia competencial de las comunidades de régimen común. De entonces data la reivindicación de Pujol de un "giro autonómico" que recoja el "hecho diferencial".

Pero el singular papel que la aritmética parlamentaria ha hecho jugar a los nacionalistas catalanes en esta legislatura ha dado una dimensión también singular a esa demanda, agravando tendencias de rivalidad interterritorial ya existentes. Una encuesta de fines de 1992 indicaba que en todas las comunidades, excepto en Cataluña, se consideraba que la presidida por Pujol era la que más se había beneficiado del Estado autonómico. En Cataluña, por el contrario, se estimaba que era Andalucía la más favorecida. A la vez, la comunidad andaluza aparecía como la segunda más beneficiada para todos los ciudadanos españoles, salvo los propios andaluces. Es evidente que la percepción del sistema autonómico es muy subjetiva, y ello dificulta una discusión racional. Pero no exime de intentarlo.

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El objetivo declarado de los nacionalismos es obtener el autogobierno necesario para garantizar la pervivencia y desarrollo de la identidad colectiva. Si el marco institucional garantiza eso, resulta indiferente cuál sea el nivel competencial de las demás comunidades; el auténtico hecho diferencial de Cataluña (y el País Vasco) es que en esas comunidades los partidos nacionalistas suelen ganar las elecciones, lo que les permite gobernar y asignar recursos de acuerdo con prioridades nacionalistas: fomento de la lengua, etcétera. Carece de lógica, por tanto, que las comunidades llamadas históricas planteen el debate de la singularidad en términos de diferenciación en el nivel competencial. Pero resulta igualmente incoherente que las comunidades que carecen de esas singularidades (lingüísticas, sobre todo) fijen sus propias reivindicaciones no tanto en función de sus necesidades como en virtud del principio de no tener menos que nadie. La clarificación de ese equívoco lamentable debería ser el primer objetivo del debate.

Ello requiere la recomposición del consenso entre los dos grandes partidos nacionales. Ninguna consideración relativa al momento político justifica el afán por acentuar las diferencias sobre el Estado autonómico en que se han empeñado desde hace meses. Añadir tensiones en ese terreno ha tenido ya efectos nefastos para la cohesión nacional, polarizando artificialmente a la opinión pública. Las autonomías son ya una realidad consolidada y sin alternativa realista, y es ese acuerdo entre los dos únicos partidos con posibilidades de gobernar a corto plazo -probablemente, en ambos casos con apoyo nacionalista- lo que garantiza la continuidad del proceso autonómico frente a tentaciones aventuristas o a retrocesos igualmente peligrosos. El debate sobre la adaptación del Senado a su vocación territorial puede dar ocasión para recomponer ese consenso.

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