El floreciente periodo Edo
La influencia del arte japones en el occidental fue, desde que el comercio pudo franquear una frontera secularmente cerrada, tan intensa y determinante que se creó una fórmula al respecto, la del japtonismo, que hoy ya es una especialidad universitaria en los grandes centros de investigación de nuestro mundo. Por otra parte, coincidiendo con el aplastante auge económico de Japón durante los años 80, se organizaron entonces en las grandes capitales occidentales muestras de considerable envergadura sobre el arte y la cultura japoneses. Rápidamente rememoro estos datos de urgencia, ya que también nuestro país ha visto cómo se exhibían durante estos últimos años exposiciones de esta misma naturaleza, aunque con un formato y alcance comparativamente menor. Por eso mismo hay que recibir con entusiasmo ésta, sin duda también pequeña, pero excelente muestra sobre el periodo de Edo, que abarca casi tres siglos, del XVI al XIX, teniendo en cuenta, además, que su selección se ha hecho a partir de los fondos del extraordinario Museo Fuji, de Tokyo.Se han reunido para la ocasión casi 90 piezas, que se corresponden a los diversos campos en los que, según la milenaria tradición cultural japonesa, cabe aplicar nuestro con cepto occidental de arte, lo que significa que no sólo se exhiben pinturas y xilografias, sino caligrafías, cerámicas, lacas, máscaras, armaduras, etcétera. De esta manera, en la sala de exposiciones de la Fundación Juan March se ha creado un ambiente, cuya disposición y ordenación puede calificarse de muy sutil, aunque, a veces, la extraordinariamente baja iluminación -me imagino que por razones de conservación-, pone en excesivos aprietos la voracidad visual de ese amante de los pequeños de talles, casi desapercibidos, donde el arte oriental juega sus mejores bazas.
Por lo demás, el periodo Edo, surgido de la famosa paz Tokugawa, justo cuando se les cerraron las puertas a los misioneros franciscanos y jesuitas, creadores del efímero arte Nambán, fue una era floreciente en todos los órdenes y, en especial, el artístico. Prueba de ello son algunos de los ejemplos aquí seleccionados, que van, como antes se ha sugerido, desde los hermosos biombos pintados de los siglos XVI y XVII, hasta los célebres grabados en madera ukiyo-e, hoy archifamosos gracias a la fascinación que despertaron en el arte europeo de la segunda mitad del XIX. En todo caso, nos deslumbran las lacas, sean bandejas, muebles o las maravillosas cajas de escribanía, por no hablar ya de los refinadísimos juegos de té, objeto de una ceremonía religiosa. También nos impresionan los cascos guerreros, con decenas de piezas singulares, y las espadas tachi, cuyo escalofriante filo gozó de una legendaria merecida fama en todo Oriente.
En definitiva, se trata de una magnífica muestra del mejor momento artístico de la historia de Japón, dotada con no pocas obras verdaderamente soberbias, con lo que, muy cómodamente abarcable, servirá como buena introducción para el lego, sin dejar de hacer gozar -y mucho- al aficionado.
Babelia
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