Financiación y algo más
De dos factores principales depende, hoy por hoy, el porvenir de nuestra universidad pública: de que disponga de más recursos y de que sean mejor empleados, lo cual equivale a otro sistema de gobierno universitario. Después de un ciclo expansivo con resultados globalmente positivos, el sistema universitario en su diseño actual ha agotado sus posibilidades. Su mayor complejidad ha desbordado previsiones económicas y ha hecho inservibles sus mecanismos de gobierno.Por lo que hace a la financiación y si se aspira a un razonable nivel de calidad, es menester -nadie lo niega- un mayor esfuerzo económico. A pesar del incremento cierto de los últimos años, nuestra relación PIB per cápita / estudiante universitario es todavía inferior, a la de la Europa de nuestro entorno.
¿Quién debe correr ahora con la obligación de este esfuerzo económico adicional? La educación universitaria debe seguir siendo un servicio público subvencionado, porque persigue -junto a beneficios individuales claros un beneficio colectivo: progreso económico y bienestar social, a partir de una mejor formación y mayor movilidad social.
Pero con esta afirmación de principio no resolvemos los problemas de financiación. El sector público puede: incrementar, su contribución actual. Pero no en la medida necesaria. Recordemos las consignas dominantes: freno a la presión fiscal, reducción del déficit público y limitación del endeudamiento. Bajo estas condiciones, las universidades están condenadas a competir en el reparto presupuestario con contrincantes muy poderosos: niveles educativos obligatorios, atención sanitaria, seguridad social o servicio de la deuda. No caben, pues, demasiadas ilusiones sobre un mayor esfuerzo del sector público.
Pero también desde una, perspectiva de conveniencia se plantean dudas razonables sobre la equidad y la eficiencia del actual sistema de subvenciones. Hay que preguntarse en serio sobre su forma y distribución y examinar alternativas. Ya sabemos que el replanteamiento del actual sistema suscita -es lógico- la oposición de sus beneficiarios directos. Esta oposición apenas atiende a los perjuicios que causa a los actualmente excluídos de la educación superior. O a los futuros candidatos a la misma, que accederán -si no se remedian los incovenientes actuales- a una universidad más deteriorada.
En esta tensión, algunos responsables políticos y universitarios pueden sentrse vulnerables -como hemos comprobado- a los costes electorales de sus decisiones. Pero no por ello podemos eludir un diálogo solvente y a fondo sobre el asunto. Otros países lo han iniciado, con la opinión de los expertos -en forma de encuesta o "libro blanco"- y propiciando la comparecencia de tales expertos y de los sectores sociales interesados ante comisiones parlamentarias competentes. La iniciativa para una "ley de financiación" podría contribuir a dicho diálogo, si se esquivan los planteamientos simplistas que tanto dificultan la búsqueda de soluciones solidarias y viables.
En todo caso, subrayemos la responsabilidad social -y no sólo del Estado- en la financiación de la universidad pública. Señalemos previsiones temporales que superen el presupuesto anual, inadecuado para tareas de maduración lenta como son la formación y la investigación. Y revisemos un gobierno universitario que conduce de hecho a la privatización de la universidad - en beneficio de los estamentos que la controlan-, alejándola de objetivos sociales a largo plazo.
Quienes afirman creer todavía en la razón de una universidad pública de calidad no pueden dar la batalla por perdida.
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