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Lo más moderno

Antonio Muñoz Molina

Es probable que cuando vuelva abiertamente el fascismo muchas personas cultas y bien intencionadas lo acepten si trae un envoltorio de modernidad, si vislumbran en él una ocasión de sentirse a la última, de participar en la mas reciente sofisticación internacional, a ser posible estadounidense y neoyorquina (parece, por lo que va uno oyendo, que Seattle ya no es el centro del mundo). Hace unos años, el excelente novelista americano Alan Gurganus, de quien Jorge Herralde acababa de publicar la ciclópea La última viuda de la Confederación lo cuenta todo, declaraba tristemente en Madrid: "Estados Unidos exporta lo peor de sí mismo. A los rusos les compramos van goghs a precios de saldo y les vendemos carísimas las películas de Rambo". A nosotros, en otro tiempo, en las primeras décadas de este siglo, los multimillonarios norteamericanos nos compraban por nada no sólo cuadros de Velázquez o de Goya, sino también claustros románicos enteros y patios de palacios renacentistas transportados piedra a piedra a la mansión de alguna viuda plutócrata de Boston. A cambio nos vendían las películas mudas, la mitología y el asombro del mundo moderno, aquella trepidación del jazzbandismo que entusiasmaba por igual a Pedro Salinas y a Ramón Gómez de la Serna.Ahora, más o menos cada semana, lo que nos venden son apologías del cretinismo y de la brutalidad, y lo que a mí me asombra no es la monotonía del producto, sino el entusiasmo con que el sector más cosmopolita de la inteligencia española se consagra a la degustación ávida de tanta basura. Cueste lo que cueste, es perentorio estar al día, pero, por fortuna, ya pasaron los tiempos en que esa agotadora obligación incluía entre sus servidumbres el hábito de leer, aunque fuera de leer nada más que solapas y quedarse con algunos nombres. Hace siete ocho años, por ejemplo, no podía estar a la última quien no supiera nombrar a David Leavitt, a Tama Janowitz, a Brett Easton Ellis: había que saber hablar de minimalismo y de realismo sucio, y aquellos nombres contenían tal poder de modernizarlo automáticamente a uno que la Generalitat de Cataluña puso en práctica la iniciativa, única en el mundo, de pagarle varios meses de lujosa estancia en Barcelona a David Leavitt, sin pedirle otra cosa a cambio que su mera presencia, que el beneficio intangible de su pura irradiación de modernidad.

Dentro de unas semanas o meses habrá que estar a la última celebrando la nueva película de Oliver Stone, que para variar es una película de asesinos múltiples (perdón: de serial killers). Por ahora, y después de que todos hayamos adquirido una familiaridad exhaustiva con el admirado Wyatt Earp -¿quién no se acuerda del mítico duelo en OK Corral, quién ignora que sucedió el 18 de octubre de 1881?-, el principio de temporada nos trae los acontecimientos culturales de Arnold Schwarzenegger y de Beavis y Butt-head.

No debe descartarse que cualquier día las películas de Schwarzenegger adquieran ese prestigio inaprensible dé la moda más última: al fin y al cabo, cuando era ministro de Cultura, el selecto intelectual socialista Jack Lang condecoró con la Legión de Honor a Sylvester Stallone. Pero Arnie, como lo llama tan cariñosamente este mismo periódico, desprende un tufo molesto a multitud, a celebridad indiscriminada: lo exclusivo, lo más rompedor, lo último, lo que todavía no conoce casi nadie, lo que otorga instantáneamente un certificado de pertenecer al cogollo más adelantado y más fino, a la vanguardía, a la última ola, a lo más, son esos monigotes siniestros de la MTV, Beavis y Butt-head, gracias a los cuales podremos disfrutar desde ahora, recién llegados de América, de algunos bienes culturales de los que andábamos escasos: zafiedad, malos modos, desprecio agresivo hacia el saber, sadismo con los más débiles, entusiasmo por la ignorancia, por la comida basura, la crueldad y la grosería, todo ello manufacturado y envasado con una garantía absoluta de modernidad. ¿Cómo no afiliarse a la admiración inmediata de estos dos modelos de adolescente masculino bruto y mal criado, si han sido portada en Rolling Stone?

Dice el periódico que los inventores de esta maravilla sobre pedos y culos y películas de Rambo son individuos extremadamente cultos que tienen altas cualificaciones universitarias.

No me extraña nada: es una regla letal que las mayores brutalidades de este siglo han sido embellecidas y legitimadas por intelectuales adictos a la fascinación de la barbarie. El fascismo tuvo sus Célines y el estalinismo sus Nerudas, y a Norman Mailer los navajeros más desalmados casi le conmovían tanto como a Jean-Paul Sartre los adelantos, de la Revolución Cultural china. No creo, desde luego, que esos dos monigotes de la televisión vayan a volver aún más cruel y agresivo el mundo en el que cualquiera de nosotros se mueve: tan sólo que son un síntoma de algo que está en todas partes y de lo que no siempre sabemos o queremos darnos cuenta, por cobardía, por ceguera, por miedo, por simple irresponsabilidad: la superficie ingrata de todas las cosas, la violencia contenida y crispada que de pronto estalla sin motivo y aniquila a cualquiera sin miramiento ni misericordia. Lo que más asco da no es el sadismo pornográfico sin el cual ya no parece que puedan hacerse películas ni la feroz grosería y subnormalidad de esos dos personajes tan absolutamente modernos: lo que da miedo y asco es la permanente celebración cultural de lo más repulsivo, el muera la inteligencia consentido y alentado por los inteligentes. El día en que Rolling Stone o MTV anuncien que la última moda es la camisa parda habrá en las tiendas exclusivas que las distribuyan listas de espera tan largas como las que dicen que hay ahora para el Wonder bra.

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