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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Tom Hanks convierte en almíbar lo mas amargo de la historia de Estados Unidos

La película 'Forrest Gump' ofrece un buen uso realista de la fantasía electrónica

Forrest Gump tiene toda la pinta de acertado cálculo comercial. Mediante el empleo de tres formas de truco y de engaño, el director Robert Zemeckis y el actor Tom Hanks convierten los aspectos más maduros y amargos de la vida reciente en Estados Unidos en una colección de blanduras y toques tan azucarados que parecen almíbar. La masa del conservadurismo norteamericano se sentirá acariciada por esta obra eminentemente ideológica; y lo agradecerá acudiendo a verla y, de rebote, arrastrando por presión publicitaria al público europeo. Esto era lo previsto y es lo previsible. Pero el cine, en cuanto vehículo de verdad y conocimiento, queda proscrito y desterrado de la pantalla.

El primer truco o anzuelo para que el espectador pique en el engaño de Forrest Gump es una afinada aplicación (a cargo de la compañía Industrial Light and Magic, supervisada por el especialista en truquería electrónica Ken Ralston, un mago de su oficio) de las técnicas de efectos especiales hasta ahora destinadas al cine fantástico, en una comedia de corte realista.Ello permite que, a lo largo de las tres décadas en que discurre la historia del personaje Forrest Gump, su intérprete Tom Hanks se relacione físicamente en la pantalla con personajes históricos y verídicos como Elvis Presley, John Kennedy, Lyndon Johnson, John Lennon y, (en el mejor gag visual del filme: el del arranque del asunto Watergate) Richard Nixon

Efectos especiales

De esta manera, Ken Ralston se convierte en el verdadero protagonista del filme y éste en un gracioso ejercicio de circo electrónico y efectos especiales, y no de lenguaje cinematográfico. Éste es convencional y lo pone de manifiesto el segundo truco, que capitaliza el omnipresente Tom Hanks, al componer un personaje de contemplador idiota de la historia reciente de su país, en la cuerda de las comedietas que le dieron popularidad antes de que su indudable talento asomara en Philadelphia, actuación que le valió un oscar.

El lobo inocente y bonachón que, mediante argucias argumentales que se ven venir una vez planteado el juego, se ve involucrado en todos los conflictos de la historia reciente de Estados Unidos, no es en realidad un personaje vivo y en evolución, sino un fetiche intemporal, un punto de vista abstracto destinado tramposamente a absorber la identificación del espectacular y hacer que éste llene consigo mismo el vacío que, calculadamente, crea en la pantalla. Basta para comprobar que esto es premeditado con observar que Hanks es exactamente el mismo al comienzo de los años sesenta que 30 años después: no experimenta ninguna mutación física, lo que en un relato que metáfora realista casi documental obedece sin duda a una lógica de prestidigitación, a un empleo meditado de la mentira visual. Es decir, no un truco explícito, sino solapado.

El tercer, y fundamental, truco se produce por un precipitado natural de la combinación de los otros dos. La presentación de los aspectos más conflictivos de la historia reciente de Estados Unidos, vista a través de la mirada de, un inocente eterno y situado fuera del tiempo, se edulcoran automáticamente, contagiándose de su inocencia. Y al truco electrónico y el truco argumental se añade así, más solapadamente aun, el truco ideológico: una visión ultraconservadora, doméstica y domesticada, de esas esquinas vidriosas de la vida estado unidense, desde el asesinato de Kennedy al sida, pasando por Vietnam, Watergate y las amar gas zonas finales de hitos de la identidad popular como Presley y Lennon.

Manipulación

Todas las gracias -que las tiene- de Forrest gump son, por ello e inapelablemente, gracias averiadas por una descarada (y sutil porque engaña y hace que los crédulos piquen en el anzuelo) manipulación ideológica de la verdad histórica, lo que da cierto tono de desvergüenza a una comedia política disfrazada de sentimentalismo y bonachoñería. Robert Zemeckis es un aprendiz de Frank Capra. Tienen su habilidad, pero carece por completo de su talento. La reverencia de Capra por su país de adopción nunca degradó su cine con patriotería sostenida en engaños ideológicos y mentiras visuales.

Zemeckis, en cambio, miente sin pudor y hace un ejercicio de virtuoso carterista de la credulidad humana. Su patriotería ultranacionalista será recompensada en el box office de las taquillas de su tierra y alrededores, pero nada, ni una palabra, aportará al libro de la gran historia del cine de Hollywood. La única aportación, ya dicha, es la de Ken Ralston, que no es un cineasta, sino un ingeniero electrónico.

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