Regreso a Hippylandia
Mucha gente piensa que los festivales de música pop de varios días de duración se crearon para que los jóvenes pasaran unas jornadas de sano esparcimiento en contacto con la naturaleza y escuchando a sus grupos favoritos. Pues bien, yo les aseguro que no es cierto. Los festivales musicales masivos se inventaron para que quienes no conocieron la Alemania nazi pudieran familiarizarse con las condiciones de vida de los judíos en los campos de concentración de Auschwitz o Matthausen. Lugares en los que, por lo menos, no te cobraban 135 dólares por dejarte encerrado en un prado del que no puedes salir si no tienes un tarjetón que te acredité como periodista, miembro de la organización o parte del colectivo médico encargado de velar por la salud de los presidiarios de la nación de Woodstock.Curiosa nación. Tuvo una vida corta a finales de los sesenta y acaba de renacer a mediados de los noventa. Puede que el espíritu que animó la celebración del Festival de Woodstock haya pasado a mejorvida, pero toda la parafernalia de la época ha sobrevivido: Woodstock94 es, visualmente hablando, un remake exacto del original. A pesar de que no se expende alcohol, la gente camina de un lado a otro con aire alelado o duerme hasta hacerse sangre en la oreja bajo un sol de justicia.
Supervivientes del verano de las flores se codean con chavales de la generación grunge (que, en el fondo, no son más que hippies con un pendiente en el ombligo). Si quieres decorarte la cara, algún artista te pasa la brocha y acepta que le pagues con tarjeta de crédito. Si quieres revolcarte en el fango como los campistas de hace 25 años, la organización pone a tu disposición un par de barrizales artificiales. Si quieres recordar los tiempos de la utopía política, nada mejor que acercarte al tenderete de los comunistas (situado junto a los de Greenpeace, los ecologistas y los defensores de los nativos americanos) y comprarle algún opúsculo fundamental a un cincuentón que lleva una camiseta con la cara del Gran Timonel y la leyenda Mao more than ever (las compras, además, se hacen con Woodstock money, unas monedas de latón que son algo así como el equivalente hippy de las cuentas de colores del Club Mediterranée).
1994 no es 1969, pero en Woodstock el tiempo parece haberse detenido. Hay algo de grotesco en este anacronismo, pero nadie parece advertirlo. Flota en el aire una necesidad colectiva de creer que los años sesenta fueron maravillosos, y son los más jóvenes quienes mayor ilusión ponen en el empeño. Probablemente porque los mejores recuerdos son siempre los de las épocas que no hemos vivido: eso parecía pensar el único nudista registrado hasta el momento (un joven barbudo que, una de dos, o era el espíritu de Woodstock hecho carne, o estaba a sueldo de la organización para contribuir a la perfección del remake).
Musicalmente hablando, la primera jornada de Woodstock 94 fue prácticamente irrelevante. Pero tengo la impresión de que la gente se lo pasaba mejor sintiéndose parte de una leyenda que prestando atención a los grupos que se desgañitaban en el escenario.
Babelia
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