De festivales
Las vísperas de un viaje musical son siempre excitantes. El rito comienza mucho antes de hacer las maletas. Una práctica habitual es realizar lo que muchos aficionados llaman cariñosamente el máster. Consiste en una inmersión profunda, a través de discografía comparada, en las obras que se van a escuchar. Así, si se tiene intención de asistir a El anillo del Nibelungo en Bayreuth, se dedican varias semanas, e incluso meses, a analizar las diferencias de enfoque, tiempos y sonoridades entre las direcciones de Knappertsbuck, Krauss, Boulez, Solti, Böhm o Barenboim. Ir a la verde colina sin preparación previa es una especie de suicidio moral. Si, por el contrario, las miradas apuntan a Salzburgo y Don Giovanni, pues ya se sabe, se hace lo mismo con Furtwangler, Krips, Busch, Giulini, Mitropoulos, Muti o Hamoncourt. Versiones variadas no faltan, desde luego.No es frecuente que los melómanos tengan acercamientos indirectos a través de la literatura o el ensayo. Hace unos días le expuse a un operófilo que mi máster particular de Don Giovanni consistió este año en leer G de John Berger y en revisar el Don Juan de Torrente Ballester. Saltó como si fuera una provocación. "Qué raro y excéntrico eres", me dijo, "no sabes qué hacer por llamar la atención". Me quedé de una pieza. Era la misma frase con que unos conocidos me obsequiaron tiempo atrás al verme en la ópera con Perico Delgado. Una de dos, o me replanteo las lecturas y compañías, o seguiré escuchando lindezas.
Algunos melómanos continúan el máster en el punto de destino del viaje. Para ello no dudan en incorporar al equipaje un equipo de sonido, unos altavoces y. una selección de discos. A duras penas, pero todavía les queda un hueco para varios libros, musicales por supuesto: Análisis de la edición crítica de ... o Los problemas de la interpretación en ... o Las últimas versiones filológicas de .... Los ratos libres ya están cubiertos. No se puede perder ni un segundo para la música.
Evidentemente, no todos los melómanos son de esta línea tan pura y dura. Muchos son felizmente contemporizadores, desde los que interpretan a su oficio y beneficio la herencia de Rossini y planifican sus giras de óperas y conciertos en función de las estrellas michelín de los restaurantes de la zona, hasta los que adoptan actitudes de peregrino organizando cuidadosamente las visitas a casas natales, tumbas y lugares por donde se movieron sus compositores favoritos. Existen también melómanos de línea blanda, para los que la música es un complemento del golf o una forma fina de incrementar las relaciones sociales. Y también melómanos de base, de los de cámping y bocata, ilusionados por asistir al mayor número de eventos destacados con el menor desembolso económico. Entre este último grupo ha surgido este año una variante nueva, inclasificable. Se trata de un viejo militante comunista, mozartiano hasta el delirio, que ha decidido cumplir urgentemente su sueño dorado de ir por primera vez a Salzburgo. "Tengo lo justito de dinero ahorrado", nos ha confesado a los íntimos, "pero no puedo esperar más, no vaya a ser que siga subiendo la derecha en este país y me quiten otra vez el pasaporte".
El encuentro de las motivaciones más diversas alrededor de la música es uno de los factores más estimulantes de los festivales de verano. Desde el experto hasta el neófito, desde el exquisito hasta el populachero, pueden hacer realizar sus deseos. El abanico de posibilidades de la oferta es tan abierto que contempla desde óperas a la luz de la luna en Verona o en Aix-en-Provence hasta conciertos de paseo en Londres, veladas refinadas en Glyndebourne, carteles de lujo en Salzburgo, ambientes distendidos en Edimburgo o San Sebastián, y atmósferas mágicas en Bayreuth o Pésaro.
Sí, todo es posible en los veranos musicales, la oportunidad de un descubrimiento o la transformación de un viaje exterior en otro interior de dimensiones imprevisibles. Y siempre con la música como incitadora protagonista de emociones e invitaciones a la fantasía.
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