La maldición de África
Incluso en una sociedad habituada al horror cotidiano por la mezcla de ficción y noticias en la pantalla del televisor, el holocausto de Ruanda estremece nuestra última fibra sensible. Pero en realidad los últimos sucesos no son sino un nuevo giro en la espiral de destrucción que ha engullido a África negra en la última década. Los estudios sobre la exclusión social en África realizados recientemente por el Instituto de Investigación de la Organización Internacional del Trabajo documentan fehacientemente una crisis social de extraordinarias dimensiones.Entre 1980 y 1992 los países africanos al sur del Sáhara han visto decrecer su producto bruto por habitante en un 2% anual en promedio; más de una quinta parte de los 500 millones de personas que pueblan esa región no llega a consumir la dieta de supervivencia; la renta per cápita actual se sitúa en torno a los 350 dólares al año [unas 50.000 pesetas]; el 50% de la población es analfabeta; se calcula que unos dos millones de africanos morirán de sida en los años noventa y la epidemia va a generalizarse, porque entre un 25% y un 30% de las madres embarazadas están afectadas por el sida; cualquier sequía prolongada se convierte en hambruna que mata a cientos de miles de niños; los enfrentamientos políticos y étnicos han degenerado en guerras civiles en numerosos países, y las guerras civiles en bandidismo y exterminio, en una guerra de todos contra todos mediante la utilización del único recurso que hoy abunda en Africa: armas del último modelo.
La mayoría de los Estados están en vías de desintegración, las economías en caída libre, las sociedades fraccionadas en tribus y regiones y las poblaciones empujadas a éxodos masivos de una frontera a otra, manadas humanas amedrentadas sobre las que se ciernen las aves de rapiña de bandas armadas sin otra ley y objetivo que robar, violar y matar. Y no se puede decir que no ha penetrado en Africa la ideología del mercado: en las recientes matanzas de Ruanda los verdugos ofrecían a sus víctimas matarlas a tiros si les entregaban dinero a cambio; a los que no podían pagar los descuartizaban a machetazos.
El innegable impacto de estos hechos en la opinión pública europea (por encima de la indiferencia de nuestros Gobiernos en la práctica) viene acompañado de un racismo más o menos sutil ("esos salvajes...") que en último término explicaría la tragedia por la propia idiosincrasia africana, exculpando de cualquier responsabilidad a nuestros países e instituciones. Pero las cosas no son así. Y la verdad sobre África debe ser conocida, aunque sólo sea para que nuestros hijos sepan en qué mundo van a vivir.
La herencia de la colonización a la que estuvo sometido el continente hasta hace tan sólo tres décadas ha deformado sus economías, sociedades y sistemas políticos, creando obstáculos considerables al proceso de desarrollo africano, tal y como muestran los trabajos de Davidson. Pero no es el pasado colonial la causa directa de la crisis actual: sociedades asiáticas que conocieron un pasado colonial o semicolonial han sido capaces de un desarrollo económico importante. Las raíces de la crisis de África están en el papel que le fue asignado en el nuevo tipo de economía global en el que estamos; los motivos de su agravación resultan de las políticas económicas seguidas por las instituciones financieras internacionales, y las atroces luchas interétnicas son la consecuencia del tipo de Estado que se ha generado a través de tres décadas de dependencia económica y de subordinación geopolítica.
Los países africanos recibieron de Gobiernos, instituciones y empresas extranjeras la instrucción de exportar sus productos agrícolas y recursos naturales como forma de integración a la economía global. La integración de la agricultura africana en los mercados mundiales liquidó la agricultura local, forzando a emigraciones masivas a ciudades de chabolas, casi sin industria y con escaso empleo formal que no fuera para el Gobierno. Por tanto, la suerte de los africanos pasó a depender de lo que ocurriera en los mercados mundiales. Y esta dependencia se produjo precisamente en un momento en que el desarrollo tecnológico y la industrialización de otras zonas del mundo (Asia) abarató los productos agrarios y naturales en relación con los productos industriales y los servicios de información.
El retraso tecnológico de África le impidió competir en los mercados mundiales. La intervención de los sospechosos habituales, el Fondo Monetario Intemacional y el Banco Mundial, con programas de ajuste para pagar la deuda externa en la década de los ochenta, debilitó aún más la competitividad de las economías que querían sanear: en 1970 Africa tan sólo representaba el 1,2% del comercio mundial de productos industriales, pero descendió hasta un irrisorio 0,5% en 1989. Más aún, el comercio de productos primarios también se hundió, pues la parte de África en dicho comercio retrocedió del 5,5% mundial en 1980 al 3,7% mundial en 1989.
La investigación de Vandemoortele demuestra que como consecuencia de las políticas de ajuste inspiradas por el FMI durante los años ochenta los salarios reales disminuyeron en un 30%. Los trabajos de Duruflé y de Sandbrook permiten sostener que cuando las poblaciones africanas trataron de volver a una agricultura de subsistencia era demasiado tarde: así quedaron sin su sistema tradicional y sin poder ganarse la vida en el mercado mundial. En esas condiciones, los Gobiernos (intermediarios con el resto del mundo y acumuladores de la riqueza local) se convirtieron en las únicas fuentes de capital y de empleo. Por ello, el control del Estado, por cualquier medio, se convirtió en un problema de supervivencia. Las sociedades se partieron en grupos definidos por identidades étnicas en base a las cuales organizar el asalto al poder.
El reparto de los escasos bienes se hizo tanto más rentable cuanta más población podía excluirse del reparto. Así se fueron quebrando las frágiles solidaridades interétnicas a las que se había llegado en el momento de la independencia en los países arbitrariamente creados durante la descolonización y en los que se mezclaron culturas y territorios sin lazos históricos. El clientelismo político y la falta de controles democráticos permitió el saqueo de los recursos públicos por presidentes-dictadores y jerarcas militares: Mobutu tiene una fortuna personal de unos 5.000 millones de dólares, casi equivalente a toda la deuda externa de Zaire, ese otrora relativamente próspero país hoy en vías de rápida desintegración social y regional.
Americanos y soviéticos se dedicaron a situar sus peones en cada país, contribuyendo a las conspiraciones y guerras civiles en que se sumieron la mayoría de países africanos. Cada país europeo practicó su política de tutela en la medida que pudo, menos por intereses inmediatos que por nostalgia colonial. Francia, en particular, se dedicó a armar a cuantos Gobiernos le rindieron pleitesía, entre ellos al Ejército hutu-ruandés, que inició las matanzas de tutsis. Pero recordemos que el odio hutu contra los tutsis proviene de la utilización de estos últimos por Bélgica, Alemania e Inglaterra, durante su belle époque, como minoría relativamente occidentalizada a la que se promocionó en la administración colonial. Las enemistades ancestrales se convierten en plataformas de movilización para controlar trozos de Estado, como única forma de acceso a recursos cada vez más escasos y como fuentes de control de la ayuda internacional convertida en la principal conexión con la economía mundial.
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