González y Aznar
EL CONGRESO de los Diputados fue escenario ayer de la recuperación del reinado de la política. Ya era sabido que la inexistencia de una mayoría absoluta en el Parlamento, después de los resultados de las últimas elecciones generales, tenía por fuerza que devolver a aquél la vivacidad en las discusiones propia de toda asamblea democrática. El "rodillo socialista" ha pasado a mejor vida, y ayer Felipe González tuvo que emplearse a fondo para tratar de resistir la avalancha de críticas y acusaciones que el líder de la oposición volcó sobre él antes de demandar, en un tono ácido y sin contemplaciones, su dimisión. Estuvo brillante Aznar, contundente en sus acusaciones sobre la corrupción, aunque más confuso en su análisis de la situación económica. Por lo demás, logró su empeño de desestabilizar al presidente del Gobierno, que había comenzado la sesión con un discurso evasivo en torno a los asuntos que interesaban a la opinión pública. Pero este tono huidizo desapareció una vez que González se subió a la tribuna para el primer turno de réplica y Aznar, ya en la dúplica, sin el discurso preparado, demostró su debilidad en muchas de sus argumentaciones.No obstante, los socialistas tampoco vieron cumplida la esperanza de que González diera con alguna fórmula que le permitiera invertir la situación creada por los escándalos. Ofrecer una batería de medidas para evitar la corrupción en el futuro resulta claramente insuficiente si no va precedido de explicaciones, de alguna forma rotunda de autocrítica, de reconocimiento de los errores cometidos, por acción o por omisión.
Es posible que la decisión de mantener a Mariano Rubio fuera adoptada para evitar el descrédito de nuestro sistema financiero que habría producido su cese tres meses antes de que expirase su mandato. Tal vez, pero al hacerlo se asumía paralelamente el compromiso implícito de cargar con la responsabilidad si el tiempo confirmaba las sospechas o indicios existentes en 1992. Felipe González aprovechó la respuesta a Anguita para admitir lo que había rehuido en el discurso de la mañana: que se equivocó, y que probablemente se derive de ello alguna responsabilidad.
A propósito del llamado impulso democrático es difícil compartir las sugerencias del jefe del Gobierno. De entrada, hay un malentendido si piensa que la gente identifica ese principio -al que se refirió en la noche electoral tras asegurar que había "entendido el mensaje"- con la provisión de los puestos vacantes en las instituciones. Pero además, su propio relato de la situación en que se encuentra el proceso de elección del Defensor del Pueblo indica la falta de visión con que su partido está planteando este asunto.
La idea de modificar las reglas del juego ante el bloqueo del PP resulta peligrosa si se tiene en cuenta que las mayorías absolutas siguen siendo posibles. El Defensor del Pueblo es un cargo que por su propia esencia debe nacer del mayor consenso entre partidos. En el momento en que basten los votos de uno solo para designarlo estaríamos ante el final de la institución. Por lo que puede ser preferible mantener a la defensora en funciones antes que lanzarse a la aventura de cambiar el quórum.
El líder de la oposición emplazó a Felipe González a designar a las personas responsables de los principales escándalos de los últimos años, de los nombramientos y de la negligencia en la vigilancia, adelantando que si no era capaz de hacerlo estaba reconociendo su propia responsabilidad. De ello dedujo, Aznar, forzando el razonamiento, que González debía dimitir de inmediato y nombrar un sucesor. No parece ésta la mejor solución, y tenía razón González cuando señaló a Aznar que lo ortodoxo hubiera sido plantear una moción de censura, con un voto constructivo y un programa de gobierno. Pero eso no lo hará todavía el PP, sabedor de que perdería, y de que esa derrota táctica le habría de suponer una erosión considerable antes de las elecciones europeas y de las autonómicas andaluzas.
Tan preocupante es el esfuerzo permanentemente destructivo del principal partido de la oposición como la sensación de pérdida continua de rumbo por parte del Gobierno. Los ciudadanos deben preguntarse si, en las circunstancias actuales, una propuesta como la de Aznar es la que prefieren. A saber: que gobiernen los socialistas, pero sin González de presidente. Y eso, después de la victoria electoral de junio pasado, atribuible fundamentalmente al propio presidente. Cuando menos habrá que reconocer que el partido gobernante tiene derecho a intentar agotar la legislatura en su actual fórmula, tal y como González anunció que iba a hacer. La obligación del Partido Popular no es sólo demoler al Ejecutivo, sino ofrecer una alternativa fiable. Ayer Aznar estuvo glorioso en sus improperios, y paupérrimo en sus propuestas.
Pero el debate no se agotó en esa confrontación, aunque fuera lo más espectacular del mismo. Tuvimos ocasión de redescubrir otra vez al gran orador que es Miquel Roca. Elaboró un discurso lleno de sentido común y de realismo. Anasagasti, como portavoz del PNV, también demostró sus buenas dotes parlamentarias. En definitiva, en el Congreso hubo ayer tensión, altura en los debates, interés y confrontación. Si Aznar no hubiera sido sólo destructivo y González no se hubiera mostrado tan a la defensiva, todo hubiera resultado mucho mejor.
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