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Cuestión de confianza

Felipe González se quedó ayer solo ante la verdad. Un destino terrible para un político que conoce la ambigüedad de la realidad, las contradicciones que encierran los hechos, la mentira relativa - de toda estadística. La verdad es un territorio moral, ético, tan abstracto como la justicia o la libertad, y el unico que permite sostener la autoridad moral de lo gobiernos democráticos. Y la verdad se ha ido empañando en los últimos años por el azogue de la corrupción una palabra maldita en el vocabulario socialista, que ha presumido, hasta convertirlo en un desplante, de una honradez a prueba de maledicencias. Y la obscena realidad de la corrupción se ha impuesto en la realidad política y social por la tenacidad de la denuncia, por la voluntad partidaria de enturbiar la imagen del adversario, por la inapelable contundencia de los hechos. González salió ayer del paso con los recursos que le da su condición de ser un buen orador; burló las tarascadas de la oposición con el instinto de supervivencia del político curtido; invocó el peso invisible de los votos del bloque constitucional -una alianza más profunda y antigua de lo que se percibe en la superficie- para inclinar en su favor la balanza parlamentaria. Pero el cáncer de la desconfianza ha contaminado ya la legitimidad del poder hasta devaluar las palabras de Felipe González que supo, sin embargo, diluir, en sus réplicas, las críticas del PP.

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Un rosario de medidas

González abrazó ayer en un debate dialéctico a José María Aznar para no hundirse en las arenas movedizas de las acusaciones de corrupción que han hecho irrespirable el ambiente político. Y redujo la discusión a una pelea irrelevante que desinfló el souflé mediático creado en torno al debate.

González pudo vencer, pero no convencer. Las responsabilidades políticas que se han ido acumulando sobre las responsabilidades personales, sobre los silencios y las ignorancias, sobre los desconocimientos y las complicidades, son enormes. Y así los percibe gran parte de su propio Gobierno, gran parte de su partido y la mayoría de la oposición. La capacidad absolutoria y retroactiva de los votos del pasado 6 de junio, que González volvió a esgrimir como si fueran una amnistía, es tan discutible como inútil. La confianza de los votantes no es retroactiva y agotar hasta el último poso el caudal de credibilidad de su proyecto político puede convertir no sólo en un desierto el futuro de su partido sino minar la confianza en la democracia.

Sobre las palabras se han construido imperios políticos, porque a los hombres les mueven ideas, esperanzas y, también, hechos. González ha sido un maestro en el uso de la palabra, en la administración de la esperanza. Pero cuando quiebra la confianza en la palabra, sólo queda el gesto. Ayer la oposición pidió un gesto a González -unos, su dimisión; otros, iniciativas legislativas- porque sus palabras ya no sirven.

Incluso su expresa declaración de sentirse "directamente concernido" por la supuesta traición personal de un colaborador tan importante como Mariano Rubio, ex gobernador del Banco de España, a quien avaló ante el Congreso y ante la opinión pública hace dos años, cuando afloró el escándalo que ahora le ha puesto contra las cuerdas. González descubría así su visión personalista del poder, ignorando su responsabilidad política, o la de su Gobierno, en la ignominia que suponen las graves acusaciones formuladas, y asumidas en parte por su propio partido, contra el primer civil que ha dirigido a la Guardia Civil.

González está solo ante la verdad porque está cercado por la duda. Es una cuestión de confianza.

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