Italia

Uno de los aspectos más preocupantes de la crisis italiana es saber hasta qué grado de fascismo es capaz de aguantar una sociedad democrática. El porcentaje de cantamañanas no es nada que obligue a los analistas a forzar el coco más de lo debido. Los habrá siempre en proporción directa al número de cantamañanas que haya en cada sociedad.
En Italia, las elecciones han arrojado un saldo del 16% de fascistas, que está algo por encima de la media europea, o mejor dicho, de la presunta media europea. Porque, no se nos olvide, el fascismo late en cualquier sociedad como el virus de una gripe. Si hay un caldo de cultivo adecuado, crece como la espuma. Si no, se detiene en un tope. El caldo de cultivo es la crisis generalizada. Que no es el caso italiano. Puede ser la crisis política más aguda de la Europa del mercado único, pero no se detectan en Italia los síntomas de que la democracia sea un principio a extinguir.
En Austria, los fascistas son muchos más. En el País Vasco, los fascistas declarados rondan esa cifra del 16%. Una sociedad puede aguantar eso sin estremecerse. Incluso valdría la pena encuestar a los descerebrados que votan esas opciones si aceptarían un régimen sin libertades.
El fascismo italiano es un fascismo sin contenido y sin enemigo a exterminar. El fascismo vasco se identifica con un solo principio que es el de la nacionalidad, es decir, sobre un concepto, no sobre la necesidad de una o varias clases sociales de resolver una crisis sin salida democrática.
No nos valen los ejemplos del pasado para saber qué sucede en las sociedades democráticas avanzadas. Puede ser que estemos en los albores de una pesadilla, pero no es una pesadilla que nos sepamos por los libros. Lo único que podemos intuir es que la democracia es la única barrera eficaz para combatir a esos payasos.
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