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Fe en España

Nación sin pulso, diagnosticó Silvela a la cabecera de lo que parecía una España moribunda tras el desastre; España es el problema, sentenció Ortega cuando, a la vuelta de Alemania, pensaba que Europa era la solución; nación sentada al borde de los caminos de la historia, lamentaba Azaña, al verla apeada de la corriente general de la civilización. Un dolor, una pena: eso fue España para aquellos patriotas que no tenían de Cánovas el cinismo y que abominaban de la exaltación nacionalista de sable y sacristía que acabaría por impregnar durante décadas la vida española.Luego venimos nosotros, los españoles que rondamos ahora los 50 años y que creíamos habernos liberado, por la fuerza de las cosas más que por consciente decisión personal, del virus nacionalista en las aulas de aquellos institutos menesterosos en las que un profesor del espíritu nacional pretendía inculcarnos la idea de España, una; grande y libre mientras penetraba a borbotones por las ventanas el frío y la miseria de la calle. Nos lo tomamos a broma, claro está, algo que no pueden entender nuestros colegas italianos de la historia cultural que caen ávidos sobre los viejos libros de bachillerato y montan sobre sus textos preciosas teorías sin percibir las caritas de guasa y hambre con que los niños de la posguerra recibíamos las ínfulas imperiales del camarada lores de turno

Y así hemos crecido: convencidos de habitar una nación fracasada, como a medio hacer, sin reforma protestante, sin ilustración, sin revolución burguesa, sin revolución industrial, sin revolución proletaria, sin nada de nada. Y arrastrando ese fardo hemos madurado, diciendo y escribiendo el nombre de España porque nos parecía simplemente ridículo prescindir de él para sustituirlo por insensatos circunloquios como los utilizados por los meteorólogos cuando predicen que lloverá sobre todo el Estado; reconciliados al fin con nuestra historia -ni tan distinta ni más fracasada que muchas otras-, pero libres por completo de cualquier infección nacionalista. Tan así, que algunos historiadores catalanes, que no se quieren creer nuestra absoluta inmunidad, nos llaman, por llamarnos algo, nacionalistas implícitos, sin caer en la cuenta de que el nacionalismo, al no ser más que una emoción, es explícito o sencillamente no es. Inmunes, como vacunados contra cualquier fe en cualquier patria: así somos y es lo que le debemos al hambre de nuestra infancia, a la emigración, a los viajes y a... aquellos esforzados profesores de la formación del espíritu nacional.

Y de pronto, a personas de esa misma generación que pusieron su firma al pie de resoluciones políticas que no hace más de 20 años proclamaban el derecho a la autodeterminación de todos los pueblos del Estado español, les ha dado la ventolera de proclamar no ya la existencia de España, de la que nunca habíamos dudado, sino su fe en ella. España se habrá convertido así de buenas a primeras en objeto de fe: yo creo en España, dicen ahora, como nuevos Saulo de Tarso caídos del caballo al resplandor de una poderosa luz que llena de sentido sus vidas. Y, la verdad, después de haber creído y descreído de tantas cosas, más les valdría un poco de decoro y no subir tan rápidos a la tarima para impartirnos la última lección en la materia. Es el sino de nuestra generación haber proclamado con entusiasmo tantas verdades de fe luego renegadas que sería menester algo más de prudencia antes de adoptar, con el espíritu batallador propio del recién converso, una nueva creencia.

Sobre todo porque en tierra de cristianos viejos cuando un converso proclama a voces su nueva fe hará surgir a su vera una retahíla de creyentes más furibundos, de esos que mamaron, con perdón, las creencias en los pechos de su madre y que siempre están prestos a partirle la cara al recién llegado en nombre de la antigua y verdadera fe. ¿España? Sí, desde luego, pero a condición de no emprender con su nombre una nueva cruzada.

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