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Dios

Como dice su título, esta columna trata de Billy Wilder.Tras su reciente aparición a Trueba -"Hola, Fernando, soy Dios- en California, al libro del cine le ha salido un capítulo de teología negra, pues si todos los grandes cómicos -por ejemplo, de Chaplin se cuentan perrerías- tienen fama de malos bichos, Wilder, hace honor a esta fama con una de las lenguas más afiladas de un gremio de expertísimos despellejadores, como es el suyo. Dijo de él un buen amigo de sus amigos llamado William Holden: "Su cerebro está lleno de cuchillas de afeitar"; y Harry Kurnitz añadió al florero esta margarita: "Billy, como el doctor Jekyll, tiene dos personalidades: mister Hyde y mister Hyde". Hay aroma sulfúrico en su evangelio del cine.

La afición de Wilder a Dios viene de antiguo. Hace medio siglo dictó un decálogo: "Los mandamientos del ci neasta son diez, pero me callo nueve, porque todos se resumen en uno: no aburrirás a tu prójimo". Wilder se ha comportado como buen feligrés de sí mismo, pues ahora mis mo, con el pie derecho en el otro lado de la inmortalidad, tiene a sus espaldas una obra que se traga las décadas como si fueran segundos y que parece más nueva cuanto más vieja es. Su ingenio de parlanchín empedernido lo ha convertido en rey de TVE con el programa ¿Cómo lo hiciste, Billy?, mientras su autobiografía contada Nadie es perfecto alegra los pocos rincones gozosos que quedan en las librerías españolas. La fría pasión que este pequeño y según dicen -otro amigo, Jack Lemmon, asegura que de sus rodajes "se sale loco, tullido o ambas cosas, aunque siempre con ganas de empezar otro"- malévolo judío vienés pone en no aburrir a su prójimo le ha convertido en uno de los grandes divertidores de este tiempo y, sobre todo, del que viene, que tiene toda la pinta de tedioso.

Y es que -ahora, cuando crece como crecen las pestes, horizontalmente, la demanda rutinaria y por tanto imbécil de entretenimientos- saber no aburrir o, con un giro de moda, saber divertir se revela como una de las dificultades más serias y complejas que ha de afrontar un artista en su tarea de representar el mundo llevándole la contraria; y el viejo Wilder es prueba viviente de ello, pues su, indistintamente divino y diabólico, conocimiento del revés de los comportamientos humanos a uno y otro lado de la pantalla -dijo: "Por muy tonto que sea un individuo, cuando se reúne con cien tan tontos como él y forma un público se convierte en un genio"- es una materia artística no abundante. De ahí la estafa que provoca esa aludida demanda epidémica de diversiones: verdaderas hay pocas, por lo que los calmadores de la hambruna de risas han de afilar el oficio del gato por liebre, pues ciertamente sólo divierte lo inteligente, lo bien hecho y, por consiguiente, lo escaso.

La condición descomunal del hombre común llamado Wilder, esculpida con palabras en su célebre réplica "Nadie es perfecto", encuentra en él una de las excepciones de perfección que surgen de tarde en tarde y que, no se sabe por qué, tiene sus raíces hundidas en la sustancia oscura de los malos tiempos, una sustancia secretamente vigente en tiempo es que, como éste, osan considerarse buenos y de los que, a no tardar, otro Wilder comenzará a sacar el divertido zumo negro que encubre esa ingenua petulancia. Es de la vivencia del contrasentido, de la gravedad y del dolor, de donde algunos contados espíritus libres -pongamos por caso Chaplin, Buñuel, Lubitsch o Woody Allen- afilan las alas que les permiten hacemos volar en busca de armonía, alegría y ligereza, las tres patas del arte -el más generoso y exquisito- de hacer divertida a quien la padece la materia con que se amasa su sufrimiento.

La risa no es inocente, y crearla es un arte alquímico y más comprometido de lo que parece. El buen Dios obtiene de quienes, como Wilder, la crean una mala sombra, una irremplazable réplica malvada. Toda risa es cruel, y sólo la mirada penetrante de estos descreídos atraviesa la evidencia de que la sosería es la sangre del optimismo -la salvaje euforia del poder- y que sólo burlando a éste surge, no se sabe cómo, la risa como foco de contagio.

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